Con su amante desnudo en la cama, le dijo a su marido furioso: «Si crees más a tus ojos que a mis palabras, ¿dónde está tu amor?»

En el anterior artículo, «Funerales en París y aleluyas en Oviedo» destacamos el interés por la teoría del Poder (con mayúscula); ahora añadimos que ese interés nos obligó a transitar por antropologías, psicoanálisis y teologías. El tránsito fue unas veces plácido y otras, las más, con zozobras, braceando entre negros chapapotes. La culpa de lo de la teología la tuvo Carl Schmitt, cuando leí en su «Teología política» (1922) que «todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados». Lo que no escribió C. Schmitt fue que el proceso de secularización condujo a la «sacralización de la política», la cual, a su vez, parió todos los «ismos» o movimientos totalitarios del siglo XX, habiendo tenido él (Schmitt) mucho que ver con uno de ellos: el nazismo.

Si un funeral de Estado o la toma de posesión de un obispo franciscano hicieron de aguijón para escribir sobre el Poder, cómo callar ahora, que es el Máximo Pontífice el que nos causa dolor, como un espuelazo, al preguntarse en la Audiencia General del 3 de febrero: «¿Acaso no existe la tentación de hacer carrera y tener poder, una tentación de la que no están inmunes ni siquiera aquellos que tienen un papel de animación y de gobierno en la Iglesia?». Los expertos en lenguajes sibilinos y papales hicieron sonar las alarmas, pues nunca creyeron haber oído tal cosa, que es muy brusca, pareciendo suave. Y ahora procede confesarse: reitero el interés por este Papa, bendito y Benedicto, sucesor del anterior, de tanta testosterona y de mucho trote o trotón.

Enterado por el programa «El día del Señor», de La 2 -en ese programa las misas suelen ser manchegas, con bandurrias y panderetas-, de que el Evangelio dominical (21 de febrero) trataba sobre las tentaciones de Jesús, mandé, con urgencia, a mi perito antenista que pusiera el aparato mirando al Vaticano, para ver y oír el angelus papal, y lo puso. Minutos antes de las doce, abiertas las contraventanas de un ventanal del palacio apostólico, ya deterioradas por la presencia de pájaros de total incontinencia, y colgado el escudo pontificio, el secretario papal, también conocido por «il pasqualino», colocó los folios en el atril. El Papa, subido en un artefacto de madera, saludó a los «cari fratelli e sorelle», moviendo sus manos, pequeñas y en exceso coloradas. El cortinaje blanco y amarillo se agitó en danza como de fantasmas, o por pelearse entre sí los vientos contrapuestos, o por batallas entre las Furias implacables. Allí dentro, en la tercera planta del palacio apostólico, hay corrientes de todo, incluso de aires; por eso esas estancias apostólicas son de mucho peligro para la integridad física de sus moradores o papas. Y el Papa dijo: «El poder y los bienes materiales son las tentaciones del diablo. La Cuaresma es como un largo retiro para entrar en sí mismo y escuchar la voz de Dios para vencer las tentaciones del maligno». Suficiente, pues, para qué más palabras con tan buenos entendedores.

El mismo Papa, bendito y Benedicto, fue el que en la carta dirigida a los obispos sobre la remisión de la excomunión de los cuatro obispos de Lefebvre (de marzo del año pasado) escribió: «Desgraciadamente, este morder y devorar existe también hoy en la Iglesia como expresión de una libertad mal interpretada» (esa carta, muy inusual, siempre me pareció «desmelenada»). Más incluso que el «morder y devorarse», llamó mi atención que el Papa escribiera: «Siempre fui propenso a considerar esta frase ("si os mordéis o devoráis unos a otros") como una de las exageraciones retóricas que, a menudo, se encuentran en San Pablo». Es como si Benedicto, ahora y a su vez, cayera del caballo y dejara de considerar a San Pablo como un exagerado retórico, pero exagerado al fin.

Es verdad que San Pablo fue un exagerado, pero en todo, no sólo en retórica; sus exageraciones fueron trascendentales y muy provechosas, pues gracias a ellas el cristianismo llegó a donde llegó; gracias a ellas se elaboró la Teología del Logos, que ahora es de tanto gusto y sustancia; gracias a las exageraciones paulinas el proselitismo cristiano tuvo mucho éxito, con una sola excepción: los judíos. Los judíos dijeron y siguen diciendo «no» al cristianismo, lo cual, por su terquedad en el rechazo, les costó muy caro, carísimo.

Con ocasión del viaje a Oriente Medio en la primavera del pasado año, aquí escribimos que Benedicto XVI era un valiente. Esa valentía ahora la destaca el cardenal Paul Poupard, aristocrático y culto, que, en una entrevista concedida a la periodista Caroline Pigozzi, dice: «Puedo asegurarle a usted que cuando explota ahora un drama tal (la pedofilia en Irlanda), este Papa, contrariamente a su predecesor, que prefería enterrar estos asuntos, hace todo lo que puede para solucionarlo en el más breve tiempo». Siete líneas más adelante añade: «Benedicto XVI, no tolerando más estos silencios complacientes, prefiere actuar abiertamente» (la importancia de lo transcrito obliga a precisar que tal entrevista está publicada en el libro «Les robes rouges», editado por Plon, reciente en las librerías, estando lo entrecomillado en la página 31). ¡Qué testimonio para depositar en la Congregazioni Cause dei Santi por el abogado del diablo («advocatis diaboli») en causa tan conocida y súbita! ¡Qué «papeleta» para el arzobispo Angelo Amato, el prefecto, con riesgo de llamarle Angelo Odiato, incluso antes de ser cardenal, y con lo que puede venir, que ya está ad portas?!

Al secretario de Estado, al que por ser salesiano muchos en Roma le niegan la razón y el uso, fue coherente al afirmar a principios de febrero en Polonia lo siguiente: «En la Iglesia católica el poder no es divisible. Lo que vale para la política no vale para la Iglesia». Juntar el monoteísmo de un Dios omnipotente con la democracia es facilitar que esa pareja se «muerda y devore» entre sí, incluso con un monoteísmo tan atenuado como es el cristiano, que, a diferencia del islam y el judaísmo, tiene un Padre (Dios), una Madre (la Virgen) y un Hijo (Cristo). Pero de ese monoteísmo tan atenuado resultan dos consecuencias: primera, el relativismo, cualquier relativismo, es inaceptable -el Papa no lo deja de repetir-, pero la democracia, ¡oh paradoja!, la democracia es el colmo del relativismo político. Segunda, el catolicismo, que es el único de los tres monoteísmos que tiene un «aparato de Estado», la Santa Sede, es una Monarquía teocrática. Esto lo escribo sin minusvalorar la gran aportación evangélica del «Dad al César lo que es del César y a Dios?», que es muy diferente de lo que se lee en el Corán. Y algo que puede parecer secundario: las promesas de clérigos y no clérigos sobre pobreza, castidad y obediencia, que obligan a un vivir sin vivir, facilitan, como reacción natural y compensatoria, disparos o «culatazos» de apetitos, como el «morder y devorar», o sea, afanes locos de poder.

Dicen que el mismo Papa se alarmó por el reciente «morder y devorarse» entre la secretaría de Estado del Vaticano y la Conferencia Episcopal Italiana (CEI). Carezco de competencia para discutir lo que el cardenal Ratzinger afirmó hace bastantes años: que las conferencias episcopales no tenían base teológica, pero sí comparto que esas conferencias no pueden ser «piccoli vaticani» con afanes de poder, y cuya función canónica es modesta: para que los obispos «ejerzan unidos algunas funciones pastorales» (canon 447 del Código de Derecho Canónico). El periodista Vittorio Messori en el «Corriere de la Sera» del 6 de septiembre de 2009 recordó que el cardenal Ratzinger juzgó que la Iglesia no era una federación de iglesias nacionales, concluyendo el periodista que para Benedicto XVI es inaceptable un «federalismo eclesiástico», o sea, y añado: algo parecido al hispánico Estado de las autonomías, de tanto cisco, con barones y baronías de poder.

Hay por ahí y por allá conferencias episcopales funcionando con maneras muy diferentes; en unas «se muerde y se devora» más que en otras. En alguna, incluso, para la elección de sus dirigentes, tienen voz y voto los parientes colaterales de tercer grado, sin dispensa por impedimento. Es normal que negras nubes como de tormenta se ciernan sobre cúpulas de mucha altura y autoridad por autoría en unos casos y por complicidad en otros: nubarrones acumulados por usos y abusos de poder, por cánones violados y por confundir la colegialidad con el cachondeo. Si este final del escrito o escritura debiera acompañarse de músicas, no serían las de cornetas o castañuelas verbeneras, sino las de los quejidos y lamentos de un contrabajo o de una viola de gamba.

El autor de las enigmáticas frases que inician lo que ya termina, que ahora se comprenderán mejor, nunca quiso verse envuelto en alarmas papales, por eso se omite su identidad. Puedo añadir que es el mismo que, en lo alto de los jardines romanos de la Villa Borghese, apoyándose en la barandilla que mira a la Piazza del Popolo, contemplando al fondo la cúpula de la basílica de San Pedro, exclamó: «¡Qué grande es el universo, y qué insignificante parece la altura de la iglesia de San Pedro ante éste!».