Varias acciones penales dirigidas contra el juez Baltasar Garzón han desatado en los últimos tiempos una guerra mediática. Por una parte, están quienes, dentro y fuera de España, consideran a Garzón un paladín de la justicia universal frente a todos los genocidios y crímenes políticos, así como un luchador infatigable frente a las distintas formas de terrorismo y del crimen organizado; por otra, aquéllos que, por razones diversas, coinciden en estimar imperiosa la necesidad de apartarle de sus funciones jurisdiccionales, promoviendo incluso, y a la vista de las querellas admitidas a trámite por el Tribunal Supremo, su suspensión cautelar mediante acuerdo del Consejo General del Poder Judicial.

No entro ni salgo en la seriedad de la imputación de prevaricación dirigida contra Garzón por abrir diligencias en relación con los principales dirigentes franquistas -¡incluido el propio «Caudillo»!- a pesar de lo dispuesto en la Ley de Amnistía de 1977, mediante la cual los españoles decidieron emprender un nuevo rumbo histórico de reconciliación nacional. Ya veremos lo que sobre ésta y las demás querellas resuelve la Sala Segunda del Alto Tribunal. Mi propósito en estas líneas no es terciar en la disputa de si Garzón delinquió o no, aunque personalmente deseo que se constate esto último. Sólo pretendo opinar sobre el tipo de juez que Garzón me parece encarnar y su compatibilidad con el Estado democrático de Derecho. En otras palabras, al margen de esta coincidencia (o conspiración, o colusión, como se quiera) de sabuesos de diversas jaurías en persecución de una pieza cinegética tan singular, me interesa precisamente la singularidad misma del famoso juez de la Audiencia Nacional, a su vez gran aficionado a la caza, según resulta bien sabido por la opinión pública desde el episodio que propició la dimisión del Ministro de Justicia don Mariano Fernández Bermejo: éste cazador sin licencia, aquél instructor a la sazón del caso Gürtel y ambos participantes en la misma cacería.

Si hay un profesional del Derecho que deba ser paradigma de discreción y prudencia, ése es un juez, del que poco nos pueden importar su vida y milagros y sí, únicamente, su capacidad e imparcialidad. La inmensa mayoría de los jueces son personas discretísimas y prudentes, muy conscientes de la enorme responsabilidad que el Estado ha puesto en sus manos: decidir sobre vidas y haciendas. Ahora bien, ocurre que la Audiencia Nacional es, en su vertiente penal, un Tribunal de gran repercusión periodística, al estarle reservado el conocimiento de los grandes delitos. Así nacieron los denominados «jueces estrella» (y, en un escalón levemente inferior, los «fiscales estrella»), héroes o villanos de acuerdo con los intereses económicos y políticos situados detrás de cada medio de comunicación.

En la lucha épica contra terroristas y mafiosos estos nuevos héroes del cómic español quizá se han creído a veces dignos herederos del Capitán Trueno o del Guerrero del Antifaz. Todo poder genera embriaguez, vértigo delicioso; en suma, un sentimiento de máxima realización personal que sólo cabe calificar de fáustico. El poder jurisdiccional es también una forma de poder, y la ebriedad que produce estar decidiendo continuamente acerca de asuntos tan graves como la libertad o el patrimonio de la gente ha de inhibirse del único modo eficaz: agarrándose fuertemente a la ley, no apartándose de ella nunca, por más descargas de adrenalina que el acto de decidir conlleve. A diferencia del Capitán Trueno, a un juez nunca le es lícito amar el peligro. Debe ser un conservador absoluto, esto es, un conservador o guardián de la ley aprobada por los representantes del pueblo. Nadie más lejos del papel de la judicatura en el Estado democrático de Derecho que el juez que se imaginara ser El Zorro. Ese tipo de Estado no requiere jueces heroicos y acrobáticos, sino modestos y fieles ejecutores de la voluntad nacional.

¿Y cómo es el más estelar de los jueces estrella, Baltasar Garzón? Sin duda, alguien que ha luchado hasta la extenuación contra ETA, los GAL, la kale borroka, los cárteles de la droga, las redes del tráfico de influencias, la impunidad de las desapariciones de personas en las dictaduras latinoamericanas? Hasta el reciente asunto de la exhumación de los asesinados del bando republicano en nuestra guerra civil, que le ha costado una de las querellas que mencionaba al principio, su mayor hazaña había sido la inmovilización de Pinochet en Londres hasta que la justicia chilena se atrevió a proceder contra él. Para Garzón ése tuvo que ser el momento en que alcanzó el clímax de la satisfacción judicial. Justo al revés de lo que le sucedió a la diplomacia española, impotente para explicar cómo ajustábamos cuentas con el pasado de otros y no con el nuestro. Garzón quiso remediar más tarde esa incoherencia.

A este juez incansable en la persecución del mal le dedicó un libro Pilar Urbano: «El hombre que veía amanecer», se subtitulaba. Aunque me tengo por un lector resistente, no conseguí pasar de la mitad. Puestos a leer vidas de santos, prefiero la espléndida biografía de Agustín de Hipona escrita por Peter Brown. La hagiografía de Garzón revela a un hombre hiperactivo y narcisista, un individuo con el alma del agente federal Eliott Ness dentro -¡ay!- de un cuerpo de juez. Puede que esta contradictoria o al menos tensa dicotomía, que explica el paso fugaz de Garzón por la política, se vea favorecida por la figura institucional del juez de instrucción, a quien se le pide la cuadratura del círculo: investigar los delitos, reunir pruebas, adoptar medidas cautelares, preparar el juicio oral y a la vez garantizar escrupulosamente los derechos del imputado. No es moco de pavo.

Sea como fuere, un juez tan controvertido, cuyos saltos y cabriolas parecen en ocasiones intentos de alcanzar la justicia al margen del Derecho, ha hecho tanto por la patria que debe ser promovido al Tribunal Supremo. Allí, en el inmenso mar de los sargazos de los miles de recursos pendientes, su temperamento volcánico podría prestar aún grandes servicios a España. Como juez de instrucción la verdad es que tiempo ha que constituye una molestia, cuando no un peligro.