Las instituciones de España, empezando por el presidente del Gobierno, están haciendo de Garzón un caso dentro del caso pendiente de decisión del Supremo. El propio magistrado de la Audiencia Nacional, un maestro en atraer sobre él los focos, ha sido el desencadenante de este esperpento, al haberse presentado como víctima de una campaña sin precedentes. Lo que no tiene precedentes ni por tanto parangón, al menos yo no conozco nada parecido en un país democrático de nuestro entorno, es que el jefe de un Gobierno defienda públicamente a un imputado por la justicia y el mismo imputado, su señoría el juez, arremeta de la manera que lo ha hecho contra los que tienen que juzgarlo.

En esta atribulada democracia se han visto, con más frecuencia de la deseada, ataques a la independencia judicial, pero ninguno igual de flagrante que éste, en el que todo el mundo parece dispuesto a bajar a la arena para defender sus posiciones en favor o en contra de un funcionario tan errático como disparatado en su forma de proceder. La vehemencia de Zapatero en su pronunciamiento sobre Garzón, calificado desde instancias judiciales como una especie de sedición por parte del poder ejecutivo, contrasta, además, con el escaso brío que el presidente español está poniendo para defender a otro juez, atacado por el canciller de un Gobierno, el venezolano, al que investiga por sus vinculaciones con el terrorismo de las FARC y de la ETA. Yo, permítanme, tampoco conozco un precedente de este tamaño en cuanto a debilidad diplomática, teniendo en cuenta la inanidad en esta materia que lo antecede. Teniendo en cuenta, quiero decir, el terreno embarrado en que nos movemos con esa bomba de relojería llamada Chávez, un sujeto del que no cabe fiarse.

La separación de poderes se inventó para que cada uno estuviese a lo suyo, pero aquí, en este campo minado por el navajeo partidista, resulta ya imposible garantizar la independencia judicial. ¿Qué se puede esperar entonces?