«La democracia que sólo instituye los órganos políticos elementales, como son los comicios, el Parlamento, el jurado, no es más que aparente democracia. Si a quien se le da el voto no se le da la escuela, padece una estafa. La democracia es fundamentalmente un avivador de la cultura. En los países donde el sufragio no ha ido antes a la escuela, se busca el descrédito y la falsificación de la democracia. Pero no se haga de esto un argumento para retirar los derechos políticos, so pretexto de que los ignorantes no pueden usarlos. Ésta es la argucia preparada, esperada por los enemigos de la libertad, que para algo dejan a los pueblos pudrirse en las tinieblas. Nada se aprende a hacer si no es haciéndolo. ¿Se prohíbe andar al niño mientras no sepa andar?» (Azaña).

«Principio de educación: la escuela, como institución normal de un país, depende mucho más del aire público en que íntegramente flota que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros. Sólo cuando hay ecuación entre la presión de uno y otro aire la escuela es buena». (Ortega).

Alguien recordaba estos días, al cumplirse cien años desde que la mujer en España pudo acceder a los estudios universitarios, que en su momento Concepción Arenal se vio obligada a disfrazarse de hombre en el aula universitaria, así como las amargas y lúcidas reflexiones de doña Emilia Pardo Bazán sobre el particular. Cien años después de aquella conquista, lo que tenemos es un sistema de enseñanza que resulta insuficiente, sobre todo, en cuanto a su nivel de exigencia.

Hablemos claro: el llamado derecho a la educación no puede ni debe ser sinónimo de aparcar a niños y adolescentes en los centros de enseñanza. O partimos de la base de que la escuela y los institutos son sitios donde se va, sobre todo, a aprender, o estamos hablando de muy distinta cosa. Todo lo demás es demagogia.

Y es que, con la testarudez propia que arrojan una y otra vez los datos del llamado «informe Pisa», con el desprestigio que sufre la profesión docente, con la estulticia de una jerigonza que atenta contra el idioma y que insulta a la inteligencia, no se puede seguir aplazando una reforma a fondo en nuestro sistema de enseñanza.

Dar el voto y negar la escuela, como dice Azaña en el texto que encabeza el presente artículo, es una estafa en toda regla. Quizá no lo sea menos la existencia de una escuela que renuncia a la exigencia y al aprendizaje, que, tras aquella nociva y perniciosa LOGSE, en la que el esfuerzo se quedó proscrito y se pretendió hacer del profesorado una especie de colectivo bufonesco, la cadena de despropósitos no hizo más que incrementarse.

Habría que preguntarse si una sociedad que encumbra a personajes zafios que logran audiencias millonarias en programas televisivos concede al saber la importancia que en realidad tiene. Habría que preguntarse, por tanto, qué espera esa sociedad de la escuela. Habría que preguntarse también por qué hay un empeño tan grande en llamar educación a lo que en principio sería enseñanza. ¿Acaso se puede negar que son los medios, especialmente la televisión, quienes educan en lugar de la escuela? Y, siendo esto así, ¿cómo hay tantos discursos que, con un cinismo hiperbólico, se atreven a hablar de la «educación en valores» que debe dar fundamentalmente la escuela? ¿Valores en la escuela frente a una sociedad que, como hemos dicho, enaltece la chabacanería, frente a una sociedad cuya vida pública es un relato casi continuo de corruptelas, frente a una sociedad que no apuesta claramente por la excelencia?

A propósito de la cita de Ortega, ¿puede la escuela aislarse por completo de la sociedad en que vive, como una especie de oasis, frente a todo lo que la rodea?

Hubo un tiempo en que no se ponía en tela de juicio que el conocimiento no sólo era un instrumento imprescindible para la emancipación de las personas, sino que además nos hacía mejores. Pero no son ésas, por decirlo al orteguiano modo, las ideas y las creencias de nuestro presente.

Se hablaba, y se sigue haciendo, de la atención a una diversidad en el alumnado que no sólo existe, sino que es cada vez mayor. Se hablaba y se sigue hablando de la falta de medios, lo cual no deja de ser en gran parte cierto. Pero ¿por qué no se habla también de la falta de autoridad del profesorado en el aula? ¿Por qué se rehúye lo más obvio, es decir, que, mientras se pueda reventar el desarrollo de una clase impunemente, no es posible una enseñanza de calidad? ¿Por qué se soslaya que hablar de «resultados» en la tarea docente es tan demagógico como peligroso? ¿Cabe aberración mayor que considerar buenos resultados los aprobados generales?

¿Por qué no se quiere caer en la cuenta del grave problema que representan en la enseñanza los sindicatos del sector como palmeros de las humillaciones y de la falta de autoridad, como gentes que no imparten clase y se reconvirtieron en vendedores de lotería en Navidades en los centros docentes? ¿Es necesario explicar a estas alturas que, más que el dinero, lo primero que podemos reivindicar son condiciones dignas de trabajo?

El estado de la cuestión ha llegado a un extremo tal de deterioro que obliga a un pacto que apueste sin fisuras por una reforma educativa copernicana basada en el esfuerzo y en el respeto a unas normas de convivencia mínimas. ¿Se puede hablar de educación cuando no tiene consecuencias saltarse las normas de comportamiento que alteran el desarrollo de una clase? ¿Se puede hablar de la escuela como un ámbito ajeno al saber? Pues es éste, sin exageraciones, el actual estado de cosas.

Y yo me conformaría con que en estas cuestiones hubiese un acuerdo total. Todo lo demás, podría, aunque no mucho, esperar. Y juramentémonos todos para que el pacto, de alcanzarse, sea algo más que una cosmética para salir del paso. Y juramentémonos también para que las puertas estén siempre abiertas para aquellos alumnos que en un momento dado abandonan los estudios: siempre tiene que haber un camino de vuelta. Y, de otro lado, hablando de diversidad, que haya medios, no para segregar a los alumnos, pero sí para que los que tienen la suerte de fascinarse ante la aventura que supone aprender no se vean obligados a renunciar a ese itinerario de fascinación que supone ir, como también dejó escrito Ortega, «de sorpresa en sorpresa».

Confieso que entre todas las grandes compensaciones que tiene la docencia, acaso la mayor de todas sea ver esos ojos abiertos como platos de los alumnos que se estrenan en lo que es apasionarse y asombrarse por conocer y comprender.

No nos pidan ni les pidan que renunciemos y renuncien al eureka nuestro de cada día que, contra éstos y aquéllos, nunca dejó de entonarse, pero tiene que ir a más.