La Iglesia católica lleva varios años acosada por revelaciones sobre abusos sexuales a niños que estaban a su cargo en instituciones religiosas o educativas. El primer gran escándalo se produjo en los Estados Unidos durante el Pontificado de Juan Pablo II y se saldó con el pago de indemnizaciones millonarias a las víctimas. La cifra supera hasta el momento los seiscientos millones de dólares y varias archidiócesis ya se declararon en quiebra para beneficiarse de un pago aplazado. La complicidad de la jerarquía local en el ocultamiento de los hechos quedó demostrada pero, salvo en dos casos, los sacerdotes implicados no fueron llevados ante la justicia. (Por cierto, el único que acabó entre rejas fue asesinado en prisión). El arrepentimiento no pasó de la retórica y a ninguno de los autores ni encubridores les dio por atarse una piedra al cuello y arrojarse luego al mar para expiar sus culpas, como mandaba Jesucristo que hiciesen los que escandalizan, o pervierten, a los inocentes. Por desgracia, esta clase de prácticas no se redujo a la Iglesia católica norteamericana y poco después se supo de actuaciones parecidas en Australia, Chile, Austria, Holanda, México, España, Irlanda y, últimamente, Alemania, la patria de Benedicto XVI. En algunos comentarios periodísticos recientes se llegó a decir que Joseph Ratzinger, cuando era cardenal y secretario del Santo Oficio, miró para otro lado en alguna ocasión comprometida. Y algo parecido se dijo de su propio hermano, que fue director del coro de voces blancas de Ratisbona, una entidad que se vio involucrada en denuncias. Las insinuaciones maliciosas parecen haber dolido profundamente al Papa (que acababa de pedir públicas disculpas por los abusos cometidos por sacerdotes católicos irlandeses) y propiciaron dos reflexiones, que no se acaban de entender muy bien en un teólogo de tanto nivel. En la primera de ellas pide «perdón para el pecador e intransigencia con el pecado». Y en la segunda alude a la frase atribuida a Jesucristo para defender a una mujer adúltera que iba a ser apedreada: «El que esté libre de culpa que tire la primera piedra». Desde la perspectiva de un hombre que llegó al Pontificado condenando el relativismo moral de la sociedad contemporánea, la conclusión no parece muy coherente. En términos de justicia humana, perdonar el pecado (sobre todo si es delito) no equivale a absolver al delincuente. Un pecado de soberbia puede perfectamente aliviarse en el confesionario con un padrenuestro y tres avemarías, pero la sodomización de un niño por un cura no parece que merezca el mismo tratamiento, ni penal ni moral. Y menos todavía si se prevale de la función de educador para someterlo a su lujuria. En cuanto al símil con el pasaje evangélico de la mujer adúltera, ¿qué decir? Por lo que respecta a la defensa de la mujer, está muy bien y hay que alabar la postura de Jesucristo contra la violencia de género. Pero no vale coger el rábano por las hojas y salirse por la tangente. Cometer un pecado no nos inhabilita para impartir justicia. Si fuese así habría que clausurar todos los tribunales, porque nunca encontraríamos un juez legitimado moralmente para ello. ¿Quién no ha cometido nunca un pecado, aunque sea venial? Al margen de todo ello, es indudable que la Iglesia católica tiene un grave problema y debería evolucionar hacia formas naturales de convivencia (supresión del celibato obligatorio y sacerdocio de las mujeres) si quiere sobrevivir dos mil años más. No soy yo quién para recomendarles nada, pero una vida sexual sana puede ayudar.