Estos días el que fuere director general de la Guardia Civil, Luis Roldán, salía de la cárcel mientras el dinero esquilmado sigue evaporado. También asistimos a la instrucción de procesos de corrupción donde los imputados hábilmente intentan escamotear sus tinglados y borrar las huellas de su rapiña. Y hace dos semanas, ante la estrategia de despiste utilizada por los presuntos culpables de la desaparición de la sevillana Marta del Castillo (considerando la palabra presunto una fórmula de cortesía procesal), un particular ofreció un millón de euros por una pista fiable para dar con su paradero.

Estas situaciones demuestran la impotencia del Estado para arrancar una confesión de quienes se encierran en el mutismo estratégico, enrocados en su derecho a no declarar, lo que pone en cuestión la eficacia de la política criminal.

En el sistema estadounidense que nos muestran los telefilmes, la fiscalía negocia abiertamente con los cómplices o encubridores para conseguir la condena de los autores o para encontrar pruebas sólidas del delito. La ley americana permite al fiscal abordar estas negociaciones con los letrados de los implicados con gran margen de libertad, ofreciendo inmunidades o rebajas de penas, y sin intervención del magistrado para no afectar a su imparcialidad. No deja de ser asombroso cómo el televidente español contempla con naturalidad la serie «CSI» o «La ley de los Angeles» y sorprendentemente no reclame un sistema similar en el ámbito español.

Podrá decirse que nuestra tradición jurídica no es esa, pero si fuera cuestión de tradición, seguiríamos aplicando la tortura medieval a los sospechosos. Podrá decirse que negociar con alguno de los implicados supone indultar de facto a quienes colaboran denunciando a sus compañeros, pero siempre será mejor la condena de unos pocos que la absolución de todos. Y podrá decirse que con este sistema el derecho a un juicio justo queda comprometido, pero siempre será mejor, parafraseando el dicho tradicional, un mal arreglo que un largo e incierto pleito.

Hemos de recordar que la ley de Defensa de la Competencia del año 2007 contempla el llamado «procedimiento de clemencia» que básicamente consiste en que si varias empresas adoptan acuerdos para perjudicar a los consumidores o a otros empresarios, cuando la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia realiza la investigación de tal infracción, podrán los implicados salvar su responsabilidad si delatan y aportan pruebas contra los restantes. Este incentivo al chivatazo pretende evitar el efecto de que los pactos de silencio entre los acusados puedan saldarse con la absolución judicial por falta de pruebas.

En el ámbito penal español tienen éxito los juicios rápidos que contemplan que el imputado lleve a cabo el reconocimiento de culpabilidad y se conforme con una pena reducida, acarreando el fin del procedimiento sin vista oral y con sentencia firme, evitándose el cortejo de pruebas y apelaciones. Además, en el ámbito del narcotráfico el Código Penal de 1995 implantó la figura del arrepentido, que si colabora activamente con las autoridades en la persecución penal, obtiene generosos beneficios penales.

Sin embargo, hay casos en que ni los policías ni los jueces están en condiciones de doblegar el silencio de los presuntos culpables o de conseguir su captura, o averiguar el paradero del botín o de la víctima, o de descifrar las tramas de corrupción pública, ante una especie de omertá o silencio estratégico de los implicados, sabiamente administrado por sus hábiles letrados.

Quizás es hora de dar un paso adelante y plantear reformas procesales para evitar sistemas sonrojantes de impunidad y recochineo.

Es sabido que negociar la pena con los delincuentes puede hacer peligrar el derecho constitucional a no declarar contra sí mismo, y además provoca una discriminación en relación con el imputado no delator. Sin embargo, la urgencia de contar con medios que proporcionen información para evitar mayores estragos puede justificar una legislación avanzada.

Lo que no puede aceptarse es que en el caso de Marta del Castillo, unos delincuentes sin escrúpulos, cruce de niñatos y demonios, jueguen al ratón y al gato con la Policía, con la opinión pública, con los jueces y, lo que es peor, con los padres de una víctima inocente. Si nada cambia en la legislación procesal y penal española, la situación podrá repetirse, y se propiciarán las bolsas de gratificaciones por las pistas sobre el paradero del cuerpo del delito o para localizar el culpable. Y quizás eso abra el paso a los cazarrecompensas y, lo que es peor, acaso la escalada desemboque en la figura de los justicieros, esto es, de quienes se toman la justicia por su mano, al estilo del personaje cinematográfico de Paul Kersey, encarnado por Charles Bronson, en que un pacífico arquitecto, ante la muerte a manos de unos pandilleros de su hija y la violación de su mujer, se compra un arma y patrulla las calles eliminando a los malos, provocando legiones de imitadores.

Sin embargo, este argumento de película no debiera inspirar la vida real. El «ojo por ojo, diente por diente» es una cuestión superada y propia de la etapa de troglodita. Pero si rechazamos el sistema de incentivos a la delación de los arrepentidos o encubridores, sólo nos queda esperar a que se desarrolle la investigación que hace unas semanas anunciaron los científicos de la Universidad de Londres, consistente en el logro de comprobar con un escáner aplicado al cerebro si una persona miente o dice la verdad.

Claro que una vez abierto este melón que permita averiguar científicamente quién miente y quién no, habría que ver si los ciudadanos permitirían que tal invento se extendiese a verificar la veracidad de las declaraciones de hacienda o de las declaraciones de fidelidad a la pareja, y además tampoco los políticos estarían interesados en someterse a tal escáner, pues ellos podrían quedarse sin trabajo y los electores, sin candidatos.