Los senegaleses del top manta no están teniendo en la España del Gran Hermano la misma buena suerte que tuvieron los asturianos emigrados a Suiza entre los años 60 y 90 del siglo XX. Por aquel entonces había en Berna un funcionario de policía que estaba dispuesto siempre a resolver papeletas y echar cables al prójimo. Se llamaba Johannes Siegenthaler, pero nuestros paisanos le llamaban Juan, a secas (y «Juanito» le llamaba su padre, que había venido a trabajar a Cantabria, donde Siegenthaler pasaría buena parte de su infancia).

Tenía su despacho en la Predigergasse 5, sede de la jefatura de la Fremdenpolizei (policía de Inmigración o de Extranjería), y hasta allí acudían los españoles a renovar el permiso de trabajo y a cumplir los trámites burocráticos. Siempre eran bien recibidos. Siegenthaler se mostraba eficiente y servicial con todos. Los aconsejaba, los orientaba, los informaba, hacía de traductor, les ayudaba a rellenar los formularios e, incluso, llegado la ocasión, echaba oportunos capotes para evitar males mayores (como aquella vez que medió para evitar que un joven de Cue, un tanto dado a borracheras y pendencias, fuera facturado para España sin remisión por las autoridades helvéticas). Era el único agente de su departamento que hablaba castellano y no tardaría en ascender a la jefatura de la Fremdenpolizei.

Conocí a Juan a finales del verano de 1998. Me lo presentó Luis Díaz Gutiérrez -el inolvidable empresario hostelero de Riocaliente, fallecido en 2007- en una cena en el hotel Miraolas. Gracias a Luis ya tenía yo alguna referencia puntual de aquel ángel de la guarda de casi dos metros de altura. Juan pasaba todos los años sus vacaciones en el Miraolas, y en ocasiones le acompañaban compañeros de la policía de Berna, atraídos por la propaganda turística que hacía él.

En aquella sobremesa con Luis Díaz mencioné a Juan mis investigaciones acerca de Melf Diddens, un holandés que había puesto en marcha la fábrica de quesos y mantecas Sadi, la industria más relevante que tuvo Llanes. Le dije que Diddens había abandonado el concejo llanisco prácticamente arruinado, en 1963, y que se había establecido con su esposa, Martha Tschannen, en el cantón de Berna. «No sé qué habrá sido de ellos, y todavía ignoro el sitio y la fecha exacta de su nacimiento», añadí. Siegenthaler prestó mucha atención a lo que yo le comentaba, y escribió unas notas. Tres meses después, el día de mi santo, precisamente, vino a verme un matrimonio de Balmori que había pasado media vida en Suiza: Nardo Sánchez y Amelia Pérez. Traían un sobre remitido por Juan Siegenthaler. Lo abrí como si se tratara de un regalo inesperado y hallé las fotocopias de las fichas de ciudadanía de la familia Diddens, con nombres y filiaciones, fechas y lugares de nacimiento y fallecimiento, domicilios y trabajos. Ni más ni menos, lo que yo necesitaba para redondear la biografía del fundador de la Sadi.

No volví a ver más a Juan Siegenthaler, pero esta semana nos hemos enterado de su repentina muerte, en pleno disfrute de su retiro en su casa con jardín, a las afueras de Berna: simplemente, aquel hombre, que parecía un castillo, sucumbió a los efectos de la picadura de una minúscula garrapata. Como en un cuento cruel e ilógico de Lovecraft. Y se fue sin que todavía nadie hubiera reconocido públicamente aquí sus méritos.