Cuando una crisis económica alcanza la gravedad de la actual, surge inevitablemente el problema de la legitimidad del sistema social en el que se inserta. Como mínimo, la gente se pregunta por qué la economía no es únicamente productiva y comercial o por qué la economía especulativa origina unos cortocircuitos que el electricista -o sea, el Estado- resulta incapaz de prevenir e impedir. Hubo una época, la de la Gran Depresión de 1929, en que tras la nariz ganchuda de un banquero las masas, zarandeadas por demagogos profesionales, veían ya el contubernio judeomarxista, ya un insaciable vampiro, animal totémico del capitalismo en el imaginario de la clase obrera, chupador de la anémica sangre proletaria. Esto en Europa, porque los norteamericanos, gracias a la fábrica de sueños de Hollywood, preferían creer que hay banqueros buenos y banqueros malvados, dicotomía maniquea sobre la que gira la entrañable película de Frank Capra «¡Qué bello es vivir!» (1946), apta para todos los públicos. En ese filme Mr. Potter, el banquero ruin, no triunfa porque el banquero decente e idealista recibía el auxilio? ¡de un ángel! Tras las lágrimas del emotivo final feliz, quedaba claro que el mundo no era Potterville, sino un lugar de oportunidades maravillosas proporcionadas por espíritus tutelares. Ahora bien, no es que yo no crea en tales espíritus, pero vi la película de Capra con mentalidad europea: para mí un banquero es irremediablemente el taimado Mr. Potter y jamás el personaje bobalicón interpretado por James Stewart. Naturalmente, mi experiencia particular como sufrido usuario de servicios bancarios me ha reafirmado en semejante consideración.

La Gran Depresión condujo a la II Guerra Mundial. Un conflicto bélico de grandes proporciones constituye el medio más rápido de acabar con un paro gigantesco. El dinero que afluye a las empresas no proviene entonces de los bancos, sino de los enormes pedidos estatales tributarios del esfuerzo bélico, consolidándose el complejo militar-industrial, según conocida denominación del Presidente Eisenhower. En esto poco se diferenciaron el III Reich, la Unión Soviética y los Estados Unidos. Groucho lo reflejó en el célebre apremio del maquinista: «¡Más madera, esto es la guerra!». Pues sí: el «New Deal» de Roosevelt culminó espectacularmente el 7 de diciembre de 1941, cinco minutos después del ataque japonés a Pearl Harbor.

Durante los años 30 y 40 los economistas biempensantes solían distinguir, en la línea de Capra, entre empresarios y especuladores. El auténtico empresario era, como entonces se decía, un «capitán de industria», en suma, un individuo que con su iniciativa, inteligencia y esfuerzo creaba una gran empresa y miles de empleos. Por el contrario, el especulador aparecía como el perverso ilusionista alejado de la economía real, el habitante de un subsuelo donde regían no la honesta competencia, sino la información privilegiada, el tráfico de influencias y las operaciones financieras de altísimo riesgo. Tras el «crash» de 1929, algunos de estos magos se suicidaron arrojándose por las ventanas de sus despachos en Manhattan o pegándose un tiro después de apurar un buen bourbon, con lo cual adquirieron el aura romántica de los jugadores de ruleta rusa. Pero, según los economistas, de lo que se trataba, y en ello estribaba el secreto para no recaer en la crisis, era de estimular el capitalismo productivo y de controlar estrechamente el capitalismo financiero. Hoy, tras fracasar nuevamente en dicho control, se vuelve a predicar lo mismo. Parece el cuento de la buena pipa.

La crisis actual, con origen financiero en las hipotecas basura, descapitalizó a los grandes bancos, que los Estados y hasta la hamletiana Unión Europea debieron socorrer mediante colosales préstamos de dinero público e importantísimas bajadas de los tipos de interés. Sin embargo, dado que la debacle financiera colapsa inmediatamente la economía productiva, los verdaderos damnificados de los desafueros especulativos son los trabajadores de la industria y los servicios: unos ingresan por millones en las listas del paro y los demás viven en la zozobra de perder su empleo. Puesto que el contramodelo del socialismo real se hundió en Europa hace veinte años, dejando de proteger con su amenazadora existencia de cartón piedra a los trabajadores occidentales, y el paramodelo del socialismo aparente, que es el que gobierna en algunos países (España entre ellos), carece de una doctrina transformadora y sólo posee una panoplia de lenitivos, el capitalismo reacciona a la crisis con un endurecimiento obsceno de las condiciones laborales. Retorna, pues, el miedo, el pánico cerval incluso, a la vida cotidiana de los asalariados, presa otra vez de enfermedades del cuerpo y del alma: saben que caer en el desempleo, aun temporalmente subsidiado por el Estado, equivale a ser arrojados a las tinieblas exteriores de un sistema que utiliza el consumismo alienante como opio del pueblo. Engrosar las nutridas filas de los excluidos da pavor. Y de resultas de tan lógica aprensión vuelven también los sueldos de escasez, de miseria, las jornadas extenuantes y, en definitiva, los valores del darwinismo social, que propugna la supervivencia únicamente de los mejores, esto es, los más inescrupulosos y con mayor capacidad de adaptación para reptar en el fango. Ya en el siglo XIX un cierto positivismo sociológico consideraba la pobreza como una forma de degeneración, de criminalidad. En el presente español, con una quinta parte de nuestra población viviendo por debajo del umbral de la pobreza, pronto se pedirá por los individualistas más rabiosos que los parados de larga duración no reciban subsidio alguno, únicamente incentivador de su inadaptación y vagancia, y que, en el terreno de la política criminal, único que verdaderamente les corresponde, se les apliquen medidas de seguridad.

De entre las ideas que en los últimos tiempos se proponen para combatir o paliar los efectos de una gravísima crisis que nadie quiere llamar nuevamente Gran Depresión, cabe destacar la del director de una empresa especializada en la formación de directivos. A este caballero los despidos traumáticos le conmueven, pero no por motivos humanitarios, sino porque ese traumatismo revela en el empresario tosquedad y falta de «coaching». La preparación empresarial debe incluir, según semejante alma de Dios, la habilidad de convencer al despedido de la normalidad de su despido dentro de la lógica económica, hasta el punto de que quien pierde su trabajo no por ello tiene que perder también su autoestima. Está claro que en las Escuelas de Negocios ha de existir un simulador de Auschwitz en el que los kapos entreguen un caramelito a cada uno de los que ingresan en las cámaras de gas. En suma, se halla prohibido deprimirse en caso de despido y por eso no hablamos de Gran Depresión. Puro Orwell, oiga.

Vuelvo al principio: ¿es legítimo un sistema social así?