Durante la Semana Santa se supo que el matemático ruso Grigori Perelman rechazó un prestigioso galardón dotado con un millón de dólares, indiferencia que demuestra un perfil ideal para la política, aunque su mérito más notable es haber resuelto la conjetura de Poincaré (logro próximo a demostrar la cuadratura del círculo, que traía de cabeza a los sabios del último milenio). Quizá debería afrontar el reto de resolver el problema que más preocupa a los ciudadanos en su relación con los gobiernos: la fórmula matemática para evitar la corrupción pública.

En esa aspiración, los dos partidos políticos mayoritarios del país están alcanzando un pacto contra la corrupción, aunque ofrece más ruido que nueces, quizá para acallar el malestar ciudadano ante los escándalos que afectan a ambos partidos. Pero el cáncer no se combate con tiritas de colorines, sino con terapias radicales.

Claro que hay recetas eficaces contra la corrupción, pero el problema es que ningún cocinero que aspire a gobernar las pondría en práctica. Veamos el decálogo de sus ingredientes básicos:

1. Aplicar el bisturí para «cortar por lo insano» a la red de entes, agencias, consorcios y demás entes instrumentales.

2. Robustecer la figura de los interventores de fondos públicos y retomar el sistema de intervención previa, esto es, el control del gasto antes de ejecutarse las decisiones políticas, y no a toro pasado.

3. Recuperar la plena funcionalidad e imparcialidad del cuerpo de secretarios locales, potenciando el valor de sus informes jurídicos y adjudicándoles destino por concurso de méritos, y no por libres designaciones.

4. Aplicar sin paños calientes la inhabilitación para cargo público de aquellos gobernantes que sufran reiteradamente la anulación judicial de sus decisiones, cuando sean calificadas de nulas de pleno derecho o incursas en desviación de poder. La actual paradoja es que el gobernante con tarjeta amarilla por anulaciones judiciales suele cosechar más votos que el gobernante que acata la ley a pie juntillas.

5. El personal eventual, esto es, los modernos validos y asistentes de las autoridades, nombrados sin oposición ni prueba alguna, ha de reducirse drásticamente en número, y fijarse cifras máximas según criterios objetivos. Debe ponerse punto final a que las plazas de personal eventual sean refugio de políticos errantes tras perder las elecciones.

6. La ley debe limitar los puestos que pueden ser desempeñados por personal laboral, categoría respetable pero convertida en la gatera por la que colar afines, al margen del mérito y capacidad, mediante contratos temporales o irregulares.

7. Aprobar urgentemente una ley de armonización en materia urbanística para recuperar el terreno perdido tras la sentencia del Tribunal Constitucional 61/97, que dejó al Estado prácticamente sin competencias urbanísticas. Además debe otorgarse la competencia definitiva para la aprobación de los planes urbanísticos a las comunidades autónomas en vez de a los ayuntamientos, que han demostrado dificultades para resistir a la tentación de cuestionables operaciones inmobiliarias o para doblegarse a presiones vecinales. Pagarán justos por pecadores pero el saneamiento público y una adecuada ordenación territorial lo merece.

8. La fiscalía deberá ser dotada de mayor grado de autonomía y otorgársele legitimación o capacidad para impugnar ante lo contencioso-administrativo actos en materia de contratación y empleo público (áreas de la mayor bolsa de corrupción y donde la ausencia de acción pública presta cobertura a la impunidad).

9. En materia de función pública, urbanismo y contratación, las sentencias anulatorias que se dicten en primera instancia deberán ser inmediatamente ejecutivas (al fin y al cabo un juez imparcial ha revisado la actuación de la Administración), sin esperar al agotamiento de todos los recursos posibles que permiten la consumación de las felonías mientras envejecen todos los implicados.

10. La Justicia debe ver a su órgano de gobierno, el Consejo General del Poder Judicial, fuera del mercadeo político, mediante un sistema puro de autogobierno judicial. La independencia judicial no casa bien con los riesgos del despotismo ilustrado de «todo para los jueces, pero sin los jueces».

Esos diez mandamientos anticorrupción se encerrarían en dos. El político gobernante ha de tener lealtad institucional por encima de partidos y grupos de presión. Y ha de administrar los recursos públicos como le gustaría que se administrasen los propios.

Sin embargo, lo triste es que el Estado de derecho es tan democrático que permite que al poder lleguen tanto los honrados como los rufianes. Los códigos éticos nada pueden contra los malvados y ningún partido político aprobará una medida que pueda convertirse en el futuro en un cepo de raposas.

Y si algo efectivo se plasma en la ley, al igual que las trampas para raposas, muy posiblemente la alimaña se libraría rompiendo la pata pillada si fuere necesario y huir para continuar con su pillaje, como mostró el ovetense Pérez de Ayala en su novela «La pata de la raposa». Por eso, cualquier pacto anticorrupción o cualquier ley sobre el tema, fuera del decálogo apuntado, servirá como decía Lampedusa, para «cambiar algo, con el fin de que nada cambie».