Nos es que haya cosas a las que de continuo volvemos; se trataría, más bien, de que casi desde siempre han estado en nosotros y viceversa. Digo esto porque, tras aprovechar los últimos días de la Semana Santa para leer el último libro de José Carlos Mainer, que tiene por título «Modernidad y Nacionalismo», determinadas obras con sus respectivos autores acuden de nuevo no sólo por el deleite que supone su relectura, sino también porque la realidad se encarga de actualizarlos.

Ante la esperada luz de una primavera que se hizo de rogar más de lo habitual; ante la explosión de un paisaje que se resiste a morir; ante todo lo que reverdece a orillas del Narcea, viene a suceder que la luz y el aire que van a parar a las páginas del libro del que les hablo se cuelan por los rincones de esta casa y no dejan de hacer su visita a los viejos libros que acompañaron a mi padre durante una gran parte de su vida. Y, entre todos ellos, sobresale el que tiene por título «Las Máscaras», de Pérez de Ayala, donde se recopilan muchas de sus críticas teatrales. Nuestro gran escritor apostaba claramente por el teatro de Arniches, al tiempo que se mostraba mucho menos entusiasmado con las obras que por entonces estrenaba Benavente.

Pues bien, un 13 de febrero de 1920 se estrenó en Madrid la obra de Carlos Arniches «Los Caciques», inequívocamente regeneracionista y que pone sobre el tapete uno de los grandes males de la España de la época, como era el caciquismo rural. Allí, el alcalde don Acisclo tiene muy claro que el universo se divide en «miístas» y «otristas». No hay, pues, términos medios posibles, no hay matices.

Partiendo de la obviedad de que el paso del tiempo es inexorable, acaso no fuese muy descabellado considerar que, estando aquello lejos en el tiempo, el discurso político actual, desde lo más genérico hasta lo más pequeño y «llariego» se está envileciendo de tal forma que, sin llegar a la realidad denunciada por Arniches, sí que estamos retrocediendo hasta extremos como mínimo inquietantes.

Si en lo que se refiere a la política nacional hay quien echa balones fuera con escándalos de corrupción de la envergadura del llamado «caso Gürtel», apuntando a que se trata, como siempre, de una conspiración contra el partido de los buenos, no es de extrañar que, en ámbitos mucho más reducidos, el maniqueísmo no sea menor, con independencia del partido que nos gobierne en ese momento.

Miren, nunca olvidaré un debate televisivo que se emitió en 1987 en el que Miquel Roca era el invitado principal. Sostenía el político catalán, hablando de las elecciones municipales que iban a celebrarse en España, que había que partir de la base de que todos los candidatos que se presentaban querían lo mejor para sus respectivos pueblos y ciudades, que muy distinta cosa era, por supuesto, disentir en la viabilidad y proyectos que cada cual presentaba. ¿De verdad podemos creer que, a día de hoy, en la política municipal queda algo de ese principio que exponía el señor Roca? No, el discurso es muy otro: cada cual dice desvelarse y afanarse por los problemas de la ciudadanía, mientras que sus adversarios sólo están guiados por fines espurios y bastardos. Y, por su lado, las críticas no pueden obedecer a razones, más o menos sostenidas y sostenibles, sino a maldades de fondo o a servidumbres inconfesables.

O estás conmigo o estás contra mí. O perteneces a los «miístas» o, en caso contrario, te ubicas con los «otristas». Y de esto que digo hay pruebas fehacientes en la vida municipal, fácilmente comprobables en lo que sucede en plenos municipales.

Aunque sólo fuese como caricatura, como hipérbole, sería de lo más conveniente mirarse en el espejo de la obra de Arniches de la que venimos hablando, siquiera fuese para alejarnos lo más posible de lo que sucedió en un tiempo y un país que sigue siendo el nuestro.

Y, volviendo al libro de Mainer, también me resultó de lo más oxigenante y divertido recordar a Wenceslao Fernández Flórez no sólo como novelista, sino también como cronista parlamentario, cuyos artículos firmaba bajo el rótulo de «acotaciones de un oyente». ¡Qué divertido y ácido resultaría hoy el autor de Volvoreta, cuya concepción de la especie humana no era ciertamente muy elevada!

Y, de otra parte, todo esto me hizo recordar también a Pérez de Ayala no sólo como novelista y crítico teatral, sino también como analista de la política de su país en aquellos años tan decisivos para España entre 1917 y 1923. ¡Qué oportuno hubiese sido que alguien retomase los textos de don Ramón sobre la Fiesta de los Toros en España, a raíz de las polémicas que se vienen originando en los últimos tiempos desde que el Parlamento de Cataluña se pronunció al respecto, con las consiguientes réplicas en Valencia y Madrid! Y es que, en el mundo de la opinión, hay, por lo común, mucho más apresuramiento que lectura sosegada para documentarse al respecto.

Y, de otro lado, en estos artículos de los que hablo, compendiados en el volumen Política y Toros, Pérez de Ayala analiza los males de la España de entonces en clave de caciquismo y favoritismo, siendo tan demoledor como elegante y lúcido en sus apreciaciones.

Por si ello fuera poco a favor de la actualidad de todo esto hay un momento en que don Ramón se remonta a la antropología para analizar el comportamiento político y social. No llega ni al «Homo erectus», ni tampoco al «Homo sapiens», pero sus apreciaciones son, como era de esperar, de un hondo calado.

Sobre «miístas» y «otristas». Convendría acercarse a la obra de Arniches no sólo para deleitarse con su ingenio, sino también para poner todos los medios encaminados a huir de cualquier parecido entre la realidad actual y lo que denuncia el dramaturgo regeneracionista.

Muy actual y provechosa La Edad de Plata, oiga usted.