El volcán del glaciar islandés Eyjafjallajökull ha llevado el caos primero al norte de Europa, luego al Viejo Continente y al poco, desde el viernes pasado, al transporte por avión del mundo entero. Las cifras abruman: cierre de los aeropuertos de mayor tráfico internacional del mundo; 20.000 vuelos anulados el domingo, desolación e impotencia por doquier. Las consecuencias han llegado hasta aquí, con miles de pasajeros atrapados. Porque el volcán ha desecho los compromisos de los jefes de Estado, sí, pero también las vacaciones de los ciudadanos. De pronto, esa igualdad que dicen que sólo impone la muerte ha aparecido. Quizá vaya de eso; de la defunción, al menos, de los orgullos y de las ansias de negocio, porque, de la mano del volcán, llegan las pérdidas económicas gigantescas que sólo se evaluarán cuando haya pasado el colapso inmediato. Aparecerá entonces la polémica acerca de si nos hemos visto, una vez más, atrapados en la histeria colectiva o si hemos echado las cautelas por la borda a causa de las presiones de las empresas del ramo. Cualquiera de las dos hipótesis asusta.

Entre las imágenes bellísimas que nos llegaron del norte de Europa hay una, la de un rayo silueteándose en el cielo nocturno, en compañía de las luminarias de la lava y las cenizas, que podría utilizarse como símbolo de este armagedón inesperado. La naturaleza parece haber querido gastarnos una broma de la que deberíamos sacar alguna enseñanza. Un volcán tirando a modesto y remoto ha provocado el colapso del sistema de transportes de todo el planeta. ¿Qué podría suceder si, como advierten los expertos, otro más grande cercano al Eyjafjallajökull, el Katla, toma el relevo?

El episodio de las cenizas viajeras ha desatado el pánico, pero convendría no echarle la culpa a los elementos de lo que sucede, no se le vaya a alguien ocurrir eso de azotar las olas de la mar como dicen que hizo el emperador persa. Cuando un sistema está globalizado, pero, ¡ay!, sin haber puesto cuidado suficiente, suceden estas cosas. Cuando no se han previsto las dificultades por las que pasa cualquier red al fallar uno de sus nudos, ni se han tomado de antemano las cautelas necesarias para evitar la catástrofe, sobreviene el caos. Supongo que les servirá de poco consuelo a quienes se han quedado atrapados en los aeropuertos, pero convendría darse cuenta de que hemos heredado la arrogancia de los persas, y no la virtud de los griegos, así que pagamos las consecuencias de creernos inmunes a las catástrofes -incluso pequeñitas- de la naturaleza sólo porque existen Facebook y Google. Los dinosaurios se extinguieron cuando la nube que levantó el asteroide no cubrió sólo Europa durante unos días, sino toda la atmósfera terrestre a lo largo de muchos años. Es decir, tenemos suerte. Pero da lo mismo, porque ni con toda la fortuna del mundo dejaremos de creer que el planeta nos pertenece, que podemos robar, destruir, esquilmar y matar, si hace falta, con el fin de acumular riquezas gigantescas. Tal vez la próxima foto del rayo entre las cenizas no la haga nadie.