Me parece que fue en 1987, sobre el mes de julio, cuando conocí a José María Aranda Sánchez (Cádiz, 1931). Llevado de un apresuramiento de juventud, había volado yo a verle desde Madrid por un asunto personal. Lo que había oído contar de él hasta entonces era tranquilizador. Aquel coronel de Caballería, vinculado indirectamente a Llanes por complejas carambolas de la vida (en concreto, y desde 1982, a la familia de Pilar Pérez Bernot, la popular comerciante de la calle Mayor), se me antojaba un interlocutor accesible y comprensivo desde su rectitud castrense. Un hombre bueno. Y allá fui yo a Palma de Mallorca, a bordo de un avión de Iberia, con la determinación de un recluta, a entrevistarme con él.

Tenía claro que iba a encontrarme con un militar de los de tomo y lomo, fiel a las gloriosas tradiciones que nos vienen de Palafox o desde más atrás. Aranda había tenido su primer destino en Marruecos en 1954, dos años antes de que se consumase la independencia del país magrebí; el deber le conduciría luego a varios cuarteles de una España replegada en sí misma, entre desfiles y procesiones, cuyas gentes seguían celebrando el gol de Zarra a la pérfida Albión. Se casó con una nieta de Miguel Cabanellas Ferrer (el general republicano y masón que había optado, sin embargo, a sumarse al golpe de Estado contra la Segunda República y que presidiría la Junta de Defensa Nacional hasta que Franco acaparó el poder absoluto) y estuvo destinado en Baeza (Jaén), León e Inca (Mallorca). En sus años finales de servicio fue comandante jefe del Grupo Ligero de Caballería X, en Inca.

La única vez que había salido su nombre en el periódico (su primer apellido, más bien) fue en «ABC», un domingo 6 de septiembre de 1959, en un suelto de sociedad: «La señora de Aranda, nacida María del Milagro Cabanellas Sanz, ha dado a luz una niña, primera de sus hijos, que recibió el nombre de María del Milagro y fue apadrinada por sus tíos maternos Paloma y Miguel Cabanellas».

Ahora, José María Aranda estaba ya en la reserva, más feliz que un ocho, dando cariño y recibiendo cariño, enharinado cada domingo entre pucheros, como en un pasaje bíblico, cocinando para su prole (cinco hijos, dos nueras y cuatro nietas: un bonito equipo de fútbol).

En las fotos de esta última época aparece satisfecho y risueño, apeado del uniforme, en un retiro activo y abundante en estímulos. Padre, abuelo y amigo. Civil y militar. Santo y mortal. Poderoso y generoso. Volcado sin medida en su familia, con reuniones anuales en Oviedo o en Madrid con los compañeros de su promoción. Aranda estaba en las antípodas del antihéroe de «El coronel no tiene quien le escriba», pero, al igual que al personaje del relato de Gabriel García Márquez, le asistía el derecho a sentirse «puro, explícito e invencible». La escritora Carmen Gómez Ojea, que una vez dijo de Pilarina Pérez Bernot que era «una madre de cuento de hadas», podría decir también de él, de su ejemplaridad como padre, algo semejante.

Como un proyecto descarrilado, el motivo del viaje que me condujo a José María Aranda en 1987 ha quedado atrás. Pero aquel militar me dejó honda huella. Ayer, una nota publicada en el diario «Última Hora» de Mallorca daba la noticia de su muerte. Cuando tenía aún mucha vida por delante y miles de guisos que ofrecer a los suyos. Descanse en paz.