La retención en Brubru varios días fue una jorobanda, pero me permitió trabajar en el sosiego frente a tantos problemas: que si la nubecita volcánica y a la vez glacial; que si Goldman Sachs crea el colapso, se ríe de los estafados y gana de nuevo con el colapso financiero ajeno, que si Grecia, al borde de la quiebra y sus contraavalistas de la City londinense pueden caer también contaminados en efecto dominó, que si el paro español sigue aumentando, que si Alemania, en período electoral regional no se atreve...

Entre tanto sobresalto global también he descubierto, en el minimalismo, el mejor, por estos días, rincón de Bruselas. ¡Ya quisiera la Grand Place! Es el ventanal del apartamento de mis amigos Mercedes y Raimon Obiols, incrustado en un cerezo en pleno brote.

Alejandro Cercas, compañero parlamentario como Raimon, suele publicitar todos los años su Extremadura, su Hervás y el Jerte, los almendros y demás, pero no habrá visto cosa mejor, aquí, que chez Obiols.

El color es impresionante. Miguel Hernández, de centenario, no habría quedado indiferente. Tampoco un tal Van Gogh. Y no digamos Antoñito López, que si se entera no sale de casa Obiols para superar su membrillo, en tiempo dedicado y en arte hiperrealista. ¿Cómo reaccionaría nuestro Carlos Sierra?

Los Obiols bien han escogido vivir en la calle Diamant e invitarnos a unos náufragos de la nube y otras mareas en el preciso momento.

Como estamos en una ciudad enloquecida, el Gobierno de la Comuna quiere cargarse los cerezos de toda la calle. La razón es que al deshojarse queda un manto rosáceo que dificulta sobremanera el barrido.

¡Qué barbaridad!

En mi anterior vida fui munícipe en una ciudad que guarda la pérdida del Carbayón como un dolor no restablecido. Los ovetenses somos carbayones en honor a ese árbol asesinado hace siglo y medio.

Los barrenderos bruselenses no quieren encontrarse con la mezcla de flores muertas y escarcha matutina. Brubru se limpia mañaneramente sin amor. Lo comprendo, pero puesto que las calles sucias tienen la excepción de los restos de esa floresta que la convierte no en limpia, pero en original, debería ser motivo para cuidarla con mimo. No se puede barrer con una aspiradora ni con un chorro de agua, hay trozos de ciudad que exigen de la antigua escoba de tallos naturales.

Por algo Baudelaire quiso morir en Bruselas. Dejó París para instalarse, imagino, en alguna «maison de maître» al objeto de superar de una vez sus recurrentes frustraciones, junto a un cerezo, quizá.

El autor de «Las flores del mal», en cuya trayectoria ha profundizado tanto García Martín en estas páginas, se habrá largado de nuevo a la ciudad del Sena para morirse, en definitiva, bien entrada la primavera, cuando los cerezos, en su fugacidad, pasaron a ser de nuevo una desnuda vulgaridad.