Las dificultades del Tribunal Constitucional (TC) para resolver de una vez los recursos interpuestos contra el nuevo Estatuto de Cataluña están generando, después del 16 de abril (fecha de la última tentativa de aprobar una sentencia), verdaderos arrebatos de exasperación. Empecemos por el que inopinadamente ha aquejado a don Santiago Carrillo, quien acaba de propugnar, lisa y llanamente, para cuando sea posible una reforma constitucional, plantearse la supresión del TC. A Carrillo esta institución le parece contraria a la soberanía popular, y así lo demostraría el que pueda anular una ley adoptada por el Parlamento. Esto causa el asombro de don Santiago y le parece una contradicción de la Constitución, solamente explicable porque en las Cortes que la elaboraron, y a las que él perteneció, había «demasiados profesionales del Derecho».

A medida que pasan los años cada vez resulta más evidente que la transición política española -objeto de tantos estudios y alabanzas, en España y fuera de ella-, lejos de ser un modelo de madurez, prudencia, imaginación y buen sentido, fue el fruto de mil azares, una especie de lotería histórica que, para pasmo general, concluyó en milagroso premio gordo. Ahora que el prodigio muestra grietas y el oropel comienza a deslucirse nos damos cuenta de ello. En efecto, ¿cómo un señor formado en el constitucionalismo soviético votó a favor de la creación de un Estado de Derecho? ¿Cómo una persona que tenía una idea del valor de los derechos procesales tomada del fiscal stalinista Vichinski fue capaz de aprobar el conjunto de garantías del «proceso debido» que la Constitución instaura? Ese mismo señor, veraneante en la Rumanía de Ceaucescu, ¿comprendió alguna vez el significado de la supremacía de la Constitución y, por consiguiente, el papel del Tribunal Constitucional? Ahora asegura no entender los líos que se trae el TC con los conceptos de «nacionalidad» y «nación» y recomienda a los magistrados un repaso de los pensadores austro-húngaros y rusos en esta materia. ¡Pero cómo se le ve el pelo de la dehesa al Sr. Carrillo! ¡Y cómo se olvida intencionadamente de recomendar la obra magna en la que su mente estaba pensando! Me refiero a «El marxismo y la cuestión nacional» (1913), de Josif Vissarionovich Djugasvili, alias Stalin. Por lo demás, todo el mundo sabe cómo resolvió Stalin esa cuestión en la práctica. ¡Vamos, don Santiago, un poco de lógica! Hasta usted es capaz de comprender que, si la soberanía pertenece al pueblo español, como dice la Constitución, ningún poder del Estado ha de resultar soberano: ni las Cortes, ni el Parlamento de Cataluña, ni el electorado catalán. Justamente lo que hace el TC es proteger la máxima expresión de la soberanía: la potestad de cambiar la Constitución.

Claro que para exasperación la de los Sres. Montilla, Mas y compañía. Acaban de descubrir que, si Dios no lo remedia, el Tribunal va a declarar parcialmente inconstitucional el Estatuto. La cosa siempre fue así de sencilla: como el Estatuto no cabe en la Constitución, se ha de optar entre ésta y aquél. Lo lógico sería que el TC se decantara por la Constitución, salvo que mayoritariamente estuviera compuesto de truhanes de una pieza. De ahí el desesperado intento de que el TC no se pronuncie, de que se declare «incompetente», según desvergonzadamente pretenden, de que se renueve a toda prisa, de que se hunda en su pretendida falta de legitimidad. Así se manifiesta, sin pudor alguno, mediante su resolución del 29 de abril, el Parlamento catalán, una Cámara en la que, sin duda, y para gozo del Sr. Carrillo, no abundan los juristas dignos de tal nombre.

También hay exasperación en ciertos medios de comunicación próximos al Gobierno, que piden airadamente «otro Tribunal». Desde luego, la declaración de inconstitucionalidad de preceptos relevantes del Estatuto salpicaría al Presidente Zapatero, avalista temerario de un texto impresentable, y, según y cómo, generaría una nueva e impredecible dinámica del Estado autonómico, al que el Estatuto catalán y los que le siguieron han dejado ya en una situación gaseosa. Pero a Zapatero no le va a ser fácil manejar el tiempo de la post-sentencia: unos nacionalistas airados, un PSC rebelde, un Estado de las autonomías sin un futuro despejado, una economía incontrolada? ¡Menudo panorama le espera al Presidente del Gobierno!

En cuanto a los ciudadanos de este desgraciado reino, estamos igualmente exasperados con el asunto del Estatuto de Cataluña. Ciertamente, no faltan motivos de disgusto aún mayor: un desempleo pavoroso, en primer lugar; pero también la educación, hecha una pena, la situación de caos y de falta de liderazgo en Europa, nuestra mediocre política exterior? y tantas otras cosas. Ahora bien, en el problema particularmente serio del Estatuto catalán los malos de la película son todos los actores principales de la misma: un tripartito voluntarista e irresponsable ocupando el Ejecutivo de la Generalidad, un legislativo autonómico en estado de pura embriaguez metafísica que alumbra un documento confederal, un Presidente del Gobierno español y unas Cortes que pulen, lavan, peinan y perfuman al engendro y lo visten de primera comunión y un Tribunal Constitucional que, tironeado por unos y por otros, resulta incapaz de dictar sentencia y zanjar limpiamente, o sea, con arreglo a la Constitución, la controversia que se le ha planteado.

Y llegamos finalmente a lo que en este momento verdaderamente importa. Tras tanta demora y fracaso en resolver, ¿deberían suicidarse los magistrados del TC? Francamente lo creo impensable: para eso habría que tener una idiosincrasia y un código del honor propios de un samurái, lo que no es precisamente el caso. ¿Deberían entonces apagar la luz, marcharse y dejar que los partidos mayoritarios resuelvan la difícil papeleta de su relevo total? Legalmente resulta imposible: nadie que ejerza funciones públicas puede abandonar su puesto hasta que el que haya de sucederle tome posesión del mismo. Luego no les queda más remedio, si quieren escapar al destino del holandés errante, que dictar sentencia ya, antes de un mes a lo sumo. Esa sentencia, por lo demás, no va a despertar entusiasmo en ninguna parte: por muy benévola que sea con el Estatuto, reduciendo su inconstitucionalidad al mínimo (y es lo que cabe esperar, según creo), no gustará a los catalanistas, adeptos a una religión civil integrista, ni tampoco al PSOE ni al PP, ni a los medios de comunicación próximos a las respectivas fuerzas políticas ni a los constitucionalistas honrados. O sea, a nadie.

¿Se recuperará el TC de tan contundente destrozo de su prestigio institucional? Seamos optimistas: la venerable y universalmente admirada Corte Suprema de los Estados Unidos, con más de dos siglos a cuestas, ha sobrevivido a sentencias favorables a la segregación racial y a otras muchas contrarias a los más elementales derechos sociales, entre otros desafueros. Y en su seno ha albergado a grandes jueces, jueces políticos y verdaderos cabestros. Pues bien: ahí sigue. Lo mismo que el TC, cada vez que asegura la supremacía de la Constitución frente a la mayoría parlamentaria, encarna un viejo sueño de la humanidad: ser gobernados por leyes y no por hombres.