Con qué luz majestuosa te recuerdo! Comenzaba el saúco a florecer y a abrir sombra. Surgían el milagroso canto de los grillos y la ilusión por la grillera nueva. Reventaban las horas brillantes y extendidas. Olían los días como jabón muy fresco. Conocíamos los nombres de las plantas, el sitio de los nidos, el vuelo de sus pájaros, la altura de las hierbas. Y nos entusiasmaba ver cómo emplumecían, tarde a tarde, los jilgueros más nuevos.

Merendábamos pan con chocolate o con tocino frito o tortilla francesa. Criábamos los gatos que se quedaban huérfanos. Descubríamos panales y hormigueros y, con cierto recelo, procurábamos ser los primeros en ver la primera culebra. En cualquier prado que nos quedara al paso, dejábamos tiradas las carteras y rodábamos por el verdor abajo; y explorábamos regatos y cunetas. ¡Qué dulzor me regresa si te pienso! Los brotes misteriosos de la vida, la fértil superficie de la tierra. Los manzanos en flor como un eterno instante, la púrpura esparcida de los brezos.

¡Con cuánta adolescencia te respiro! ¡Qué tierna nuestra carne; qué lejos de aquel cuerpo! ¡Qué delicia tu piel que sonrojaba y encendía tus pecas! ¡Cuántas revelaciones, tumbados en la alfalfa, subidos a los árboles, ocultos en los setos, en el recogimiento de las chozas, en la complicidad de las casetas! ¡Cuánto por descubrir y recorrer! ¡Cuánto por iniciar! Los secretos del mundo, el mundo inédito.

Mayo, claridad, resurrección y algún sigiloso aguacero. Mayo, todo lleno de todo nuestro, todo entero de víspera estival y fin de escuela. Mayo: las calas con la estela de lentos caracoles, aquellos «paxarinos» con néctar en la cola, sabroso como el dulce sabor a madreselva. La frágil beatitud de las gramíneas y el talle del llantén, fino y esbelto. Las rojas amapolas y su sangre súbita. Los rosales silvestres, las níveas espineras. El diente de león y las cicutas, las pitas ciegas por todos los repechos.

Mayo, olor a cirio vespertino y cántico de iglesia: «Venid y vamos todos / con flores a porfía / con flores a María, / que Madre nuestra es. / De nuevo aquí nos tienes / Purísima Doncella, / más que la Luna bella, / postrados a tus pies». Era cosa de curas, de madres y de niñas y de aquellas que estaban pendientes de las vírgenes, pendientes de los santos, pendientes de la cera, pendientes de los otros, los demás, y muchas veces siempre, siempre devotas, con la maldad al hombro, con el veneno en vena.