Y he aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la Tierra, para destruir toda carne en que haya espíritu de vida debajo del cielo; todo lo que hay en la Tierra morirá» (Génesis 6:19). Con este amago de hecatombe las Sagradas Escrituras recogen el anuncio del diluvio universal.

La tradición bíblica ha jugado un papel trascendental en el desarrollo de las ideas sobre el progreso de los conocimientos paleontológicos y sobre la evolución de las especies. Efectivamente, las exégesis acerca del diluvio han determinado las concepciones sociales, morales y religiosas de las culturas occidentales, constituyendo un referente dogmático. La presencia de fósiles con apariencia marina en la cima de las montañas fue esgrimida como una prueba de haber estado bajo el agua y, por consiguiente, cubiertas por el diluvio. La interpretación literal de los textos diluviales persistió durante muchos siglos, retardando el despegue de las ciencias geológicas.

Los filósofos presocráticos (entre ellos, Pitágoras, Heródoto o Jenofonte) llegaron a interpretar correctamente el origen de las conchas y peces fósiles encontrados en tierra firme, estimándolos como vestigios de invasiones del mar acaecidas en diferentes momentos. Incluso Estrabón rebate la creencia popular egipcia de que los fósiles del grupo de los «nummulites» («nummulus», «pequeña moneda»), del Cenozoico (65-40 millones de años antes del presente), eran los restos de la comida de los constructores de las pirámides. Hasta el Renacimiento la preocupación de los protogeólogos se limitaba a cavilar sobre el significado de los fósiles, formación de las montañas y la distribución de tierras y océanos.

El hecho de que los textos sagrados no contengan alusión alguna a los fósiles abrió una ventana a la cultura cristiana para poder debatir, con una cierta libertad, qué representaban estos restos, centrándose las creencias en que se trataba de pistas o señales confirmatorias del diluvio («teoría diluvista»). Los Padres de la Iglesia, a pesar de su tradicional raíz intolerante, no salen mal parados en esta discusión e incluso alguno de los pensadores, como San Agustín, alcanza una notable altura intelectual, siempre dentro de su ortodoxia impregnada de cultura apologética; su firme convicción del diluvio le fuerza a considerar los fósiles como evidencias de seres petrificados, un positivo aldabonazo al desarrollo científico. A un discípulo de éste, Paulo Orosio, se le ha considerado responsable de incorporar definitivamente al pensamiento religioso la universalidad del diluvio, relacionándolo con los fósiles que aparecen distantes del litoral.

La teoría diluvista supuso un refuerzo importante a la génesis biológica de los fósiles y una prueba definitiva contra su origen mineral o «caprichos de la naturaleza», como se los calificaba (la «vis plastica»); no obstante, el conjeturar que todos esos rastros se habían formado al mismo tiempo representó un fuerte impedimento para la interpretación de las edades de los diferentes pisos estratigráficos.

En el siglo XIII el preclaro filósofo y teólogo alemán Alberto Magno (doctor universalis) defiende que «solamente la experiencia produce la certeza», y en sus escritos trata de los cambios habidos en la tierra y el mar poniendo en duda la generalidad del diluvio: «Hay tierras que antiguamente estaban recubiertas de aguas dulces o por el mar, y que hoy están en seco; otras, por el contrario, que estaban en tierra firme están ahora sumergidas? El mar no cubrió nunca la Tierra por completo?». No llega a rechazar la leyenda recogida en la Biblia, pero implícitamente la relaciona con un milagro, es decir, apartada del campo de las especulaciones racionales.

Por su parte, el polifacético florentino Leonardo da Vinci abogó por que los fósiles eran restos petrificados de organismos vivientes antiguos, pero sin relacionarlos con el diluvio; pensaba que las actuales tierras firmes habían sido inundadas repetidamente en épocas pretéritas por el mar y cuando se retiraban las aguas se endurecía paulatinamente la capa de sedimentos depositada en su fondo, hasta petrificar; las conchas de los moluscos se llenaban de fango que, asimismo, litificaba con posterioridad.

El confusionismo creado en torno a los fósiles y al diluvio fue tal que aún en pleno siglo XVIII Voltaire -figura relevante de la Ilustración francesa, que no admitía la interpretación diluvial- atribuía la presencia de caparazones fósiles en zonas alejadas del medio marino al hecho de que los «cruzados o peregrinos hubiesen tirado moluscos de los que tenían entre sus provisiones para su viaje».

La existencia de grandes catástrofes orgánicas formaría, con el transcurrir del tiempo -junto con la deformación de los estratos (mediante pliegues y fallas) y el plutonismo-, uno de los pilares de la «teoría catastrofista» de George Cuvier, la cual concibe la evolución geológica de la Tierra mediante transformaciones repentinas y violentas, esto es, a golpe de cataclismos. En el tránsito del siglo XVIII al XIX Cuvier interpretó adecuadamente que los fósiles procedían de organismos de épocas diferentes a las actuales; en su teoría enfatizaba que a lo largo del devenir terráqueo se sucedieron varios eventos que extinguieron la flora y fauna existentes, dando lugar seguidamente a la aparición de otras especies nuevas, haciendo del prodigio una palanca esencial de la naturaleza. Sin embargo, sorprende que centrase la mayor parte de su argumentación en recurrir a «diluvios imaginarios» para explicar la desaparición de especies (obviamente, algún hecho destructivo súbito sí justifica, por ejemplo, la extinción de los dinosaurios), utilizando razonamientos básicos muy alejados del concepto evolutivo de Lamarck o Darwin.

No obstante, las tradiciones históricas -generalizadas en todas las culturas- constituyen una buena referencia para conocer lugares y cronologías sobre el diluvio. De ellas se deduce que sucedió hace unos cuatro mil años (la epopeya sumeria de Gilgamesh, que ya se refiere a un diluvio, data de la primera mitad del segundo milenio a. de C.). Se alude también a que el arca de Noé se posó sobre el monte Ararat (elevación que, con más de cinco mil metros, representa el techo de la actual Turquía); algunos hallazgos de restos de madera en las estribaciones de este volcán inactivo desataron la imaginación de las gentes piadosas pensando que procedían del arca, sin embargo esta posibilidad fue refutada científicamente por dataciones efectuadas con el método de carbono 14.

A pesar de que la geología descarta una inundación a escala mundial, algunas hipótesis apoyan la posibilidad de que en alguna etapa de la existencia del ser humano sucedió un desastre natural -asociado a una colosal avenida- en una zona geográfica específica, pudiendo derivar de ello las narraciones diluviales. En 1997 los profesores de la Universidad de Columbia William Ryan y Walter Pitman publicaron pruebas de que hace alrededor de 5.600 años aconteció un desbordamiento masivo en el mar Negro por aguas procedentes del mar Mediterráneo, al rebasar éste el umbral del estrecho de Bósforo (en las proximidades de donde hoy se encuentra Estambul). Investigaciones realizadas en este enclave geográfico durante 2005-09 -bajo patrocinio de la UNESCO y de la Unión Internacional de Ciencias Geológicas- concluyeron que las inundaciones fueron de mucha menor entidad de la estimada por los geólogos norteamericanos y que el suceso se produjo unos 1.800 años antes de lo anunciado.

En general, la mayoría de las riadas de índole local que han tenido lugar históricamente están relacionadas con períodos interglaciares en el Holoceno, durante los cuales la elevación de temperatura ocasiona el deshielo y variaciones eustáticas. La glaciación más reciente (Würm) empezó hace 80.000 años y acabó hace unos 10.000 años, situándose su punto álgido en dieciocho mil años. Desde entonces se entra en un período posglaciar, donde el hielo comenzó a derretirse elevando la cota oceánica, pero esto sucedió tiempo antes del diluvio aludido.

Como conclusión, aunque se han mencionado amplias inundaciones a escala puntual, las irrefutables pruebas existentes contradicen un diluvio universal, y justificar el mismo aduciendo una acción milagrosa que se encuentra fuera del dominio del método científico. El ofuscamiento por encajar las indagaciones naturalistas en moldes apriorísticos atenazó la libertad de reflexión y el afianzamiento de la geología como ciencia moderna.