Ahora que Nick Clegg está resultando ser el político más telegénico del Reino Unido, habría que recordar que los liberales han aportado no poca sal y pimienta al parlamentarismo inglés. En una época, además, en que les tocaba hacer de laboristas.

David Lloyd George, primer ministro durante la Primera Guerra Mundial, era un tío con chispa pero sin dotes de profeta. Estaba retirado ya del servicio público, en 1933, cuando un periodista le preguntó, en el transcurso de una entrevista, si pensaba que pudiera desencadenarse un nuevo conflicto bélico, y el veterano político respondió que no. Cuando el periodista se alejaba satisfecho de haber encontrado a alguien que le dijese lo contrario de lo que todo el mundo decía en aquel momento, Lloyd George, antes de despedirse, le advirtió de que en 1914 tampoco creía en la posibilidad de una guerra.

No había, además, entonces la tosquedad en el contacto de los políticos británicos con sus electores. Sin ir más lejos, la de Gordon Brown con la mujer que mandó a hacer gárgaras de manera intempestiva y no volverá seguramente a votar. El ingenio de Lloyd George le permitía otro tipo de salidas menos tempestuosas que la del líder laborista. Algunas de ellas, plagadas de ingenio, como la vez que, durante un mitin en el País de Gales, una señora de ideas contrarias a las suyas le gritó:

-¡Le daría veneno si usted fuese mi marido!

Y el primer ministro liberal respondió:

-Si usted fuese mi mujer, lo tomaría encantado.

Los ingleses no sé si han visto en Clegg la reencarnación del modelo de político que han perdido. Lógicamente, nadie se acuerda ya de Lloyd George, todo el mundo piensa en Obama. El resurgir del laborismo en el Reino Unido supuso la noche para los liberales, que no volvieron a encontrar su hueco en la política británica. Ahora es posible que con la noche laborista llegue el resurgir liberal. O el «efecto George».