En un colegio, un niño de 8 años y medio me regaló este cuento titulado Cacador que había inventado para mí. Trata de un marciano que llega en su nave espacial a visitar la Tierra y, una mañana de domingo, aterriza en un jardín lleno de niñas y niños que al punto echan a correr para ver quién salía del extraño avión que acababa de descender del cielo. En silencio y expectantes, ven bajar del aparato a un hombrecillo verde de arriba abajo quien, nada más poner los pies en el suelo, se agacha para, sin remilgos, hacer caca, una extraña caca brillante como el sol, porque en realidad era de oro.

-Oh -dijeron a la vez las niñas y los niños-. Vaya brillo. Eso debe de valer muchísimo. Con un solo trocito podría comprarse toda una juguetería...

Mientras, se acercaron las madres y los padres y las abuelas y abuelos y las hermanas y hermanos mayores para saber qué estaban mirando con tanto interés y atención y, cuando vieron lo que ocurría, entre todos, cogieron como fieras hambrientas y desesperadas al hombrecillo marciano y una de las abuelas lo metió en su gran bolso que era el mayor de todos los que llevaban las mujeres, en tanto que el marciano chillaba de un modo horrible que daba mucha pena y además se revolvía de una forma que hacía que el bolso se moviera muy agitado, como si hubiese dentro de él cien mil o más lagartijas.

Llevaron el bolso al Ayuntamiento, porque uno de los que estaban en el jardín era el Alcalde y padre de Aintzane, una de las niñas que estaban en el jardín aquella mañana. Y allí decidieron que el marciano había llegado para ayudar al pueblo que vivía en la pobreza, lo que no era mentira porque las niñas y los niños tenían la ropa rota y recosida, lo mismo que los playeros, y no recibían nunca regalos ni juguetes nuevos, y últimamente sólo comían lechugas y zanahorias que les daban asco.

El Alcalde y todos los demás se sentaron para hablar del asunto y, después de muchas vueltas, decidieron darle al marciano polvos, pastillas y medicinas para que no parara de hacer caca ni un minuto, hasta que lo mataron, y luego se mataron entre ellos, pues todos se dieron voces muy altas y horribles, se insultaron llamándose de todo y llegaron a las manos con cortes de mangas y puñetazos, porque todos querían ser los dueños del hombrecito verde para apoderarse de su caca de oro.

Cuando todos los mayores se murieron despedazados entre ellos, las niñas y los niños no fueron al Ayuntamiento a reunirse para hablar ni hicieron juramentos y promesas, y Aintzane se negó a ser alcaldesa, como unos pocos, sólo cuatro o por ahí, pretendían. Simplemente usaron de acuerdo con sus gustos y necesidades los juguetes de las jugueterías, los chuches de los quioscos, los pasteles y bombones de las confiterías y los libros de cuentos de la biblioteca y de las librerías, y vivieron felices sin personas mayores, que son un rollo terriblemente aburrido y quieren más que a nada ni a nadie el dinero.

Esta historia fue para mí el mejor regalo de abril, en que se celebra el Día del Libro, porque me hizo redescubrir esa verdad de que la infancia es la patria, debido a que en ese tiempo las palabras nuevas y los cuentos diurnos y de cada noche, por mucho que nos movamos y vayamos de aquí para allá, a medida que crecemos y ensanchamos se dedican a ir levantando nuestra casa, el hogar que llevamos a cuestas como el caracol la concha, el nido a donde siempre volvemos, la morada donde nacimos y morimos.