Al señor Obama mucha gente (en Estados Unidos y fuera de Estados Unidos) le reprocha un cierto paso lento en las reformas políticas que había prometido durante su campaña electoral. Aunque no dejan de reconocer que la comparación con los siniestros ocho años de Bush (elecciones amañadas, atentados del 11-S, mentiras de difusión masiva, doctrina sobre legalización de la tortura, Irak, Afganistán, Guantánamo, cárceles secretas, expolio financiero, etcétera) supone un avance y un alivio.

Gestionar los intereses de un imperio o de una potencia mundial preponderante no es fácil, y los cambios de rumbo suelen ser mínimos porque la masa de intereses a mover es enorme. A nadie se le escapa que en una democracia tan oligarquizada como la norteamericana (el que no es rico o está apoyado por los ricos no tiene nada que hacer en política) los movimientos estratégicos llevan su tiempo. Eso se pudo comprobar fácilmente durante la batalla parlamentaria para alcanzar la reforma sanitaria, que acabó concretándose en una limitada universalización de la atención médica tutelada por las compañías aseguradoras privadas. Por cierto, las mismas que habían aportado importantes fondos a la campaña electoral de Obama, pese al apoyo popular financiero recibido.

Y algo parecido ocurre con la regulación del sistema financiero corrupto que provocó la crisis económica mundial que padecemos ahora. El presidente Obama advirtió a Wall Street con duras medidas, pero éstas todavía no se han concretado en nada sustancial, por la oposición de unos congresistas que reciben dinero de unos lobbies que no quieren admitir ninguna clase de cambio.

Pese a todo, el primer presidente negro de los Estados Unidos no deja de insistir en su discurso moralizante, en el mejor estilo de predicador, y ahora ha propuesto a los partidos que no exageren las críticas a los adversarios políticos para no fomentar artificialmente la crispación entre la ciudadanía. (Algo parecido convendría recomendar en España). A tal efecto ha hecho una recomendación tan práctica como insólita, que lo mismo puede valer para un político profesional como para un periodista o para un simple ciudadano. Durante un acto celebrado en la Universidad pública de Míchigan, Obama dijo lo siguiente: «Si usted es alguien que lee habitualmente los editoriales de «The New York Times» (periódico considerado progresista según los baremos norteamericanos), trate de leer de vez en cuando los editoriales de «The Wall Sreet Journal» (tildado de conservador). Quizá le hagan hervir la sangre, quizá no le cambien la forma de pensar, pero la práctica de escuchar los puntos de vista opuestos es esencial para ser un verdadero ciudadano».

La recomendación es magnífica, y no dudo que provechosa. En cualquier caso, fomenta el estoicismo. Hace años le recomendé a un amigo de orientación ideológica de izquierdas que escuchase por la mañana temprano un programa que dirigía un excitado locutor de extremo desafuero. Se enfadaba muchísimo con lo que escuchaba, que le parecía inaudito, pero pasó una temporada muy entretenido.

Y también conocí, en tiempos, a un cura muy activista que metía propaganda de derechas en buzones de gente de izquierdas. Y viceversa. «Conviene que se enteren de lo que opina el contrario», decía para justificarse aquel agitador de mentes adormecidas en el sectarismo.

Desconozco los beneficios para la salud mental de la población de estas prácticas, que tienen mucho que ver con la ducha escocesa (alternancia de chorros de agua fría con chorros de agua caliente), pero Obama confía mucho en ellas. «Exponernos a ideas que están en consonancia con las nuestras -dijo-, aumenta la polarización».