El mejor pacto que podrían sellar Zapatero y Rajoy consistiría en renunciar a presentarse a las próximas elecciones generales. Sin dos por el precio de uno. No hay forma de que el desplome del socialista beneficie al popular, que se contagia irremediablemente de las críticas que emite. Ha logrado desacreditar al presidente del Gobierno, pero a costa de sufrir un desgaste superior. Entre lo malo conocido y lo peor por conocer, urge un cambio de reparto. El hastío de la audiencia es un factor tan respetable como la ideología para confeccionar el cartel electoral.

Indistintos, indiferentes, la cumbre de la Moncloa certifica el agotamiento de dos líderes que no dan más de sí. Rajoy no le sirve ni a Zapatero ni al PP, hoy son dos boxeadores abrazados para no desplomarse sobre la lona. Cada encuesta desgrana la desconfianza en el jefe de la oposición. Se habla con naturalidad de la «consolidación de su liderazgo», olvidando alegremente sus ocho años de ministro -cuatro de ellos como vicepresidente del Gobierno-, sus siete años al frente de la principal estructura partidista del país y sus dos derrotas electorales. Enfrente, el presidente del Gobierno contempla su humillación en valoración personal frente a Rosa Díez, que cosecha una fracción ínfima de los votos del PSOE.

En su calvario, Rajoy sólo ha acertado al negar el cambio climático. Basa su persistencia en que todos los aspirantes a la presidencia del Gobierno acaban por acceder a ella. La proporción de candidatos que se instala en la Moncloa aventaja en mucho a los pretendientes frustrados. Sólo Fraga y Almunia han quedado pendientes. Esta regularidad debiera bajar los humos a los ex presidentes. De hecho, Zapatero tiene razón al afirmar que muchos españoles podrían desempeñar sus funciones. Esta constatación avala las bondades del pacto imprescindible entre Zapatero y Rajoy. Deben concederse un voto de confianza y retirarse simultáneamente. Hay que proteger a los votantes de la tercera edición del combate más fastidioso de la historia.