Cuando los mercados están eufóricos y la Bolsa sube, todo está bien. Los políticos, economistas, sindicalistas, analistas, tertulianos y demás sujetos públicos se felicitan. Todos se atribuyen la bonanza, faltaría más.

El asunto es que, a veces y por las mismas, los mercachifles quieren desprenderse de lo que tienen a toda costa y nadie compra sino a la baja. Son los tiempos de bajonazo, de miserias y de ruinas. Pero entonces aquéllos, que tanto pecho sacaron en los buenos tiempos, no visten sayón ni hacen penitencia, no se cubren la cabeza de ceniza ni se flagelan. ¡Quia! En las malas, la culpa es de los especuladores.

Estos días hemos visto cómo nos han vuelto a sacar el espantajo. Los mercados nos han dado unos buenos sustos y la culpa es, naturalmente, de los especuladores, que son una especie de seres diabólicos, de íncubos satánicos, de espíritus malignos que pululan por el mundo para la perdición de las almas.

Parece cosa singular que, cuando el mercado va bien, todo el mundo se apunta las medallas y, cuando va mal, la culpa siempre es de otros que, curiosamente, son los que antes eran tan buenos y que, de repente, se convierten en seres terroríficos y blanco de todas las iras. Es que los que andan comprando y vendiendo en los mercados y en las bolsas son los mismos cuando suben y cuando bajan. No se sabe muy bien entonces y por qué razón, si anda la cosa boyante, se les llame respetuosamente inversores y, si anda chunga, se les ataque y se les denigre, calificándoles con lo que ha venido a considerarse el mayor de los insultos mercantiles: ¡Especuladores!

El mercado funciona de una forma muy simple, aunque parezca lo contrario. Consiste en algo tan tonto y elemental como comprar lo más barato posible y vender lo más caro que se pueda. Eso es lo que espera todo el mundo que se dedica al asunto. De modo que con todas las operaciones se especula, porque en definitiva con todas ellas se tiene la esperanza de ganar, aunque luego pinten bastos.

Así que especular es consustancial con el mercado e, incluso, con la vida misma. Todo el mundo especula, porque todo el mundo, con lo que hace o dice, espera sacar provecho. Lo que pasa es que, para que unos ganen, generalmente otros tienen que perder y, si no a la vez, sí más tarde o más temprano.

Bien pronto se comprende que los que, en tiempos de mala racha para ellos, llaman especuladores a los que han salido gananciosos en el trance sólo pueden calificarse como unos hipócritas, porque tan tontos e ignorantes no cabe que sean y que no sepan cómo funcionan los mercados desde siempre. Como si ellos no especularan de igual manera. Lo que pasa es que esperan que siempre les vaya bien.