Mariano Rajoy ha ido más allá de lo que se entiende por poner la mano en el fuego. Sus declaraciones de que Camps será candidato en el Partido Popular, diga lo que diga la Justicia, han dejado a más de uno boquiabierto y estupefacto. El desprecio por todo lo que no sea el partido o la familia es algo que conocíamos de los políticos de este país. Para ellos lo único importante es la camarilla. De los ciudadanos, sólo les interesa lo que puedan opinar en las urnas cada cuatro años, siempre y cuando les beneficie. Pero esto de Rajoy pasa de castaño oscuro.

En los partidos, como acaba de demostrar el líder del PP, no hay código ético que valga ni respeto democrático a las instituciones. El respeto por los pronunciamientos de los tribunales sólo existe, e incluso se exige a los demás, si los tribunales se pronuncian en contra del adversario. Nunca si la investigación o la causa que se sigue afecta a los propios intereses partidistas.

Rajoy se empeñó en creer desde un principio y a pies juntillas en el presidente de la Comunidad Valenciana, uno de sus barones, y ahora está empeñado en continuar con una especie de asombrosa huida hacia adelante. Esto último de menospreciar lo que los jueces puedan decir sobre la conducta de Camps en los asuntos que le salpican es tanto como confirmar que el «caso Gürtel» pertenece en cuerpo y alma al Partido Popular, hasta el punto de cavar su propia tumba por tener que seguir creyendo en alguien al que el Tribunal Supremo puede considerar mañana culpable.

La familia se repliega y organiza para resistir. Es como si alguien en Génova 13 estuviera coreando el eslogan «Gürtel somos todos». O Rajoy, para ejemplarizar, decidiese vestir hasta sudarla la camiseta de la solidaridad: «Yo también soy Gürtel».

Para los partidos, ya no se trata de castigar la corrupción, sino de asumirla, convivir con ella, incluso en el caso de que los corruptos dejen de ser supuestos. Esta indecencia se llama cerrar filas.