Si hay un tipo de experiencia relacionada con las administraciones públicas por la que casi todo ciudadano ha pasado, es la de ser objeto de una sanción, al menos de tráfico. Las sanciones constituyen el principal instrumento, si no el único, al que recurre la Administración para hacer cumplir el cada vez más abundante número de leyes y reglamentos. Sin embargo, ese instrumento no se encuentra precisamente en buen estado.

Nadie discute a estas alturas la necesidad de la potestad sancionadora de la Administración, entre otras cosas porque la alternativa sería todavía peor y consistiría en que todas las multas y sanciones que ésta impone pasaran a depender de la ya de por sí caótica y sobrecargada jurisdicción penal. La existencia de dos tipos de castigo para quienes incumplen la ley, el penal y el administrativo, debería servir para reservar el primero de ellos para las infracciones más graves. De hecho, así sucede en general. Nadie comprendería que el homicidio se castigara con una sanción administrativa, o que dejar de pasar la ITV se tipificase como delito penal. Con todo, en materias cada vez más importantes como el medio ambiente o la protección de datos se imponen sanciones administrativas de cuantía más que millonaria y se castigan conductas que en modo alguno cabe calificar como poco importantes o simples errores técnicos. Ello se debe, sobre todo, a la tradicional incapacidad del Derecho Penal (ahora en vías de solución) para castigar directamente a empresas y personas jurídicas en general, a las que sí se pueden imponer sanciones administrativas.

Pero si resulta irremediable que la Administración imponga sanciones, es exigible que su régimen jurídico esté a la altura de las circunstancias y que en él se regulen adecuadamente las garantías de los ciudadanos. Esto último es imprescindible no sólo en interés de los presuntos infractores, sino de toda la sociedad, porque una sanción impuesta ilegalmente, sin respetar los derechos del inculpado, es una sanción que puede ser anulada por los tribunales con el resultado probable de la impunidad de quien realmente ha cometido una infracción.

El legislador estatal no ha llevado a cabo esta tarea, pese a que han pasado más de treinta años de la aprobación de la Constitución y casi veinticinco desde que el Tribunal Constitucional comenzó a construir su doctrina sobre las garantías constitucionales de las sanciones administrativas. Frente a la amplitud del Código Penal y de la ley de Enjuiciamiento Criminal, la potestad sancionadora administrativa, que se aplica millones de veces todos los años, se rige por doce solitarios artículos de la ley 30/1992, que son más bien el prólogo a una auténtica regulación, pues se limitan a proclamar principios, en lugar de establecer con precisión su alcance y sus límites. Por comparación, en Alemania y en Italia existen sendas leyes sobre la potestad sancionadora que constituyen una adaptación de las respectivas leyes de enjuiciamiento criminal y del Código Penal, estableciendo en qué medida se aplican también en el ámbito sancionador administrativo y en qué aspectos no. Entre nosotros, cuestiones como las circunstancias atenuantes o eximentes, las consecuencias de las infracciones administrativas cometidas por menores, el efecto que tiene el desconocimiento de que una determinada conducta constituía una infracción, o lo que sucede cuando se abre un proceso penal sobre un hecho previamente castigado como infracción administrativa, se encuentran literalmente sin regular y dependen de lo que el juez decida en cada caso, lo que con frecuencia sucede diez años después de la imposición de la sanción si es necesario, como sucede con cierta frecuencia, llegar al recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Tampoco está regulado, sorprendentemente, qué ocurre cuando se anula una sanción por vicios de forma. A veces la infracción queda sin castigar, al entenderse que no se puede someter al ciudadano (o a la empresa presuntamente infractora) dos veces a un procedimiento sancionador, mientras que en otras ocasiones (por falta de una norma que regule la cuestión) el expediente se reabre con ánimos renovados.

La inactividad del legislador estatal ha sido suplida por el Parlamento vasco, que aprobó en 1998 una ley al estilo de la alemana que sería magnífica como ley estatal sobre las sanciones administrativas, pero que, como ley autonómica dictada en una materia de competencia estatal, provoca no pocas dudas. También ha irrumpido la legislación sectorial, especialmente desarrollada en materias como la tributaria y el tráfico, con la reciente reforma introducida por la ley 18/2009, de 23 de noviembre, que recoge la experiencia en la aplicación del llamado carné por puntos. En este punto se habían producido agujeros tan llamativos como el relativo a la identificación del conductor, que ha permitido de hecho durante bastantes años eludir la privación de puntos en las infracciones detectadas mediante radares y ha dado alas al mercado ilegal de puntos.

Si es criticable que los ciudadanos acusados de cometer una infracción tengan distintos derechos o se vean sometidos a un procedimiento distinto en función de que hayan vulnerado la legislación de tráfico o la de protección de datos, por mencionar dos ejemplos concretos, también lo es que el catálogo de las infracciones (que es virtualmente inagotable, de modo que ni el ciudadano más cumplidor puede estar seguro de no cometer continuamente infracciones administrativas) sea distinto de un municipio a otro. Si ya es notable la divergencia sancionadora producida por la existencia de diecisiete comunidades autónomas, no tiene sentido que desde el año 2003 se haya dejado en manos de los ayuntamientos la potestad de tipificar infracciones casi con total libertad y de castigarlas con multas de hasta 3.000 euros.

Siempre se ha considerado que una de las garantías esenciales frente a las sanciones estatales (ya sean penales o administrativas) consiste en que sólo el Parlamento (es decir, los representantes de los ciudadanos) pueda crear, mediante ley, infracciones y sanciones. Sin embargo, la presión de los ayuntamientos, justificada en parte por la inacción de los parlamentos autonómicos, que, al no aprobar la regulación legal de determinadas materias, impedían a las corporaciones locales castigar determinadas conductas ampliamente percibidas como imposibles de tolerar (vandalismo urbano, por ejemplo), llevó al TC a aflojar, en una sentencia del año 2001, esa garantía legal, permitiendo a los ayuntamientos tipificar infracciones sin más requisito que el de respetar los «criterios mínimos» que señale el legislador. Las Cortes se apresuraron a abrir generosamente esa puerta entreabierta por el TC, y en 2003 se reformó la ley de Bases de Régimen Local para fijar unos criterios mínimos amplísimos que permiten a cada Ayuntamiento decidir en una ordenanza qué conductas pueden ser castigadas con una multa de 3.000 euros, siempre que entiendan que esas conductas constituyen «una perturbación relevante de la convivencia».

Como las reformas legales producen efectos retardados, es ahora cuando muchos ayuntamientos comienzan a aprobar estas ordenanzas sancionadoras en las que se corre el riesgo de que se introduzcan originalidades y arbitrismos de toda especie, que no deberían tener cabida cuando está en juego la imposición de sanciones a los ciudadanos. El remedio está en el ejercicio por las comunidades autónomas de sus competencias legislativas, tipificando las infracciones y sanciones que sean necesarias en las materias que han asumido en su estatuto.

Si la regulación legislativa de las infracciones plantea problemas, así como su aplicación (baste pensar en que un denunciante perjudicado por una infracción administrativa carece, si la Administración no actúa y abre un expediente sancionador, de medios legales para impedir que la infracción prescriba), tampoco es satisfactoria la tutela judicial que se ofrece a los sancionados. En España las sanciones se «recurren» como cualquier otro acto administrativo, mientras que en países como Alemania o Italia, cuando el ciudadano muestra su desacuerdo con la sanción, se abre un proceso penal contra él en el que la Administración acusa y él se defiende.

Esta diferencia es muy importante desde el punto de vista del principio de presunción de inocencia, que constituye una garantía constitucional aplicable también a las sanciones administrativas. En España es el ciudadano sancionado el que debe probar que la Administración ha incumplido la ley al imponerle la sanción. Hay que tener en cuenta, además, que en la mayoría de los casos a la Administración le basta su palabra (es decir, un informe firmado por un agente de la autoridad) para «demostrar» la culpabilidad del ciudadano y acreditar que éste ha cometido una infracción, colocando sobre sus hombros la carga de probar su inocencia. La diferencia con esos otros sistemas en los que la Administración tiene que acusar al ciudadano ante el juez, y probar en ese procedimiento judicial su culpabilidad, es enorme.

Tal vez por ello se ha producido otra circunstancia casi completamente inadvertida pero muy importante. En la Unión Europea se ha establecido un mecanismo de colaboración entre Estados para la ejecución de las sanciones administrativas, de modo que las sanciones impuestas por las autoridades de un Estado tengan que ser ejecutadas por las autoridades del Estado donde el infractor tiene su residencia. Se trata de un paso muy importante para que las sanciones administrativas sean realmente efectivas. Sucede, sin embargo, que la norma europea que regula esta cuestión (desarrollada en España por la ley 1/2008, de 4 de diciembre) sólo se aplica a las sanciones que sean recurribles ante un juez penal, y las sanciones administrativas españolas sólo son recurribles ante los juzgados y tribunales de lo contencioso-administrativo. Como resultado, las sanciones alemanas e italianas son ejecutables en España (así como buena parte de las francesas, por ejemplo), mientras que las sanciones administrativas españolas no son nunca ejecutadas en esos otros Estados. Nuestras sanciones son, así, inexportables, al carecer del «ancho europeo» que exige la norma comunitaria. Este resultado pone de manifiesto la necesidad de reformar con urgencia la regulación de la potestad sancionadora, mucho más frágil en estos momentos de lo que creen quienes la aplican y quienes la sufren.