A Mariano Rajoy le colgaron el mote algo agravioso de «señor de los hilillos» cuando hace años manejaba en nombre de Aznar la catástrofe del «Prestige»; pero el título que acaso mejor le encaje a quien ya acumula trienios como líder de la oposición es el de «señor de los silencios». O al menos eso sucedía hasta ahora.

La estrategia de hacer como que no ve, estar sin estar y hablar con la boca cerrada -que Rajoy heredó de su maestro Pío Cabanillas el Viejo- le está sirviendo, desde luego, para poner proa sin ponérsela al retorno de Francisco Álvarez-Cascos a la política. Lo que no impide que, paradójicamente, el aspirante a desalojar a Zapatero de la Moncloa traicione sus propias leyes de la discreción con el apoyo más bien estruendoso que acaba de prestarle al presidente valenciano, Francisco Camps. Un hombre en el que confía contra viento, marea, trajes y togas.

No se trata, naturalmente, de que Rajoy disponga, como Groucho Marx, de distintos catálogos de principios para cada ocasión -«y si éstos no le gustan, tengo otros»-, pero aun así su comportamiento un tanto errático de las últimas semanas podría estar confundiendo a la parroquia del Partido Popular. Y no sólo a la que duda, en voz también baja, sobre la idoneidad del líder conservador como jefe y candidato.

El retorno de Álvarez-Cascos para protagonizar la segunda parte de su propia película política ha hecho que aflorase el Rajoy más fiel a sí mismo. El que, un suponer, contesta con displicencia: «Algo he leído por ahí» cuando le requieren su opinión sobre los deseos de quien fuera colega suyo en los consejos de ministros de Aznar. Sordo a los aparentes clamores de la militancia en Asturias y al ruido de la marea que, según el propio Cascos, reclamaba su vuelta al escenario, Rajoy mira al tendido y se fuma un puro. «No me ha dicho nada» (de volver), explicó en su momento de máxima concreción sobre el asunto.

Hay quien ve en el político gallego a un Hamlet de Pontevedra -o quizá de Santiago-, tributario y víctima a la vez de una duda existencial casi sartriana que al parecer le impediría tomar una sola decisión sin macerarla antes durante meses en su caletre. Otros atribuyen su tendencia a la vacilación que en ocasiones parece vacile al cachazudo carácter de un Rajoy que, sobrado de pachorra, no es que dude en tomar medidas: es que le da pereza afrontarlas. Algo recuerda ese perfil al del presidente Zapatero y tal vez ello ayude a explicar el similar desapego de la ciudadanía que los dos comparten en las encuestas.

Aun así, el jefe de la oposición puede causar también sorpresa y hasta algún pasmo, como el que suscitó su reciente apuesta pública por el cuestionado presidente de Valencia. Olvidados por un día sus silencios y ambigüedades, Rajoy se arrancó taurinamente en corto y por derecho para afirmar que Camps repetirá como candidato «diga lo que diga la justicia» sobre los problemas de corte y confección en que éste último anda inmerso. Una afirmación que, formulada de tan tajante modo, es realmente mucho decir en un registrador de la Propiedad, hombre de orden y fiel observante de las normas como pasa por ser el líder del PP.

Tan fuerte sonó el estruendo de esta última declaración, en contraste con sus habituales prudencias, que el propio Rajoy se sintió obligado a matizar el sentido de sus palabras poco después de que el mismísimo Manuel Fraga las calificase de «improvisadas» y «mejorables». Mal asunto cuando un político tiene que explicar que no dijo lo que todo el mundo entendió que dijo, pero ya se sabe que un día cenizo lo tiene cualquiera.

Se ignoran, en todo caso, las razones que en los últimos días han hecho abandonar a Rajoy su tradición de circunspección (eso que sus adversarios prefieren llamar indolencia o incluso galbana) para respaldar en tono por una vez alto y claro a un Camps sobre el que pende la espada de Damocles del Supremo. Básicamente, debe de tratarse de una cuestión de fe en la medida en que Rajoy no cree que sea cierto el supuesto lío de trajes del presidente valenciano.

Tal vez para compensar, el jefe del PP ejerce como de costumbre el hábito del mutismo con Álvarez-Cascos desde que éste constató que una marea de opinión estaba pidiendo a gritos su retorno a la vida pública. Mal símil, a todas luces, el elegido por el tenaz ex ministro de Fomento. Y es que en cuestiones de marear -la perdiz o lo que sea- no hay competencia posible para un Rajoy que ha hecho del silencio un arte. Aunque últimamente lo alterne con el estruendo de las fallas.