En estos días marcados por el «crash» griego, he vuelto a leer «La Iliada» de Homero. «La Iliada» es el gran poema de la fuerza; de la realidad sometida a la fuerza, diríamos, y nos habla de los hombres, de sus miserias y sus grandezas, que se reflejan en cualquier época. Homero escribe sobre la locura y la hybris -esa exacerbación del orgullo-, sobre el dolor y la compasión. La historia, para él, es un motor ciego, incontrolable, que ni siquiera los dioses o los héroes logran someter; algo que podemos constatar a diario cuando asistimos al despliegue de la fuerza -una fuerza ignota y desconocida- sobre la realidad. Es la vida mutilada de un enfermo grave, por ejemplo, o la que alguien pierde en un accidente o la de un padre que ve cómo se desorienta y cae su hijo. La fuerza homérica es también la que inflama el furor de la guerra o la que, ahora en Atenas, hunde mercados y pone en riesgo el sistema financiero mundial. Grecia se derrumba y con ella España, Portugal e Irlanda, y quizás el euro, ante la estupefacción de una sociedad incapaz de percibir la autonomía de los factores que actúan. Se acusa a los «hedgefunds» o a los «fondos carroñeros» de la catástrofe económica; pero la historia, simplemente, se encarniza con la debilidad humana y explota sus limitaciones. Quizá por esto mismo Homero percibe la vida como una fatalidad, como un destino trágico hacia el que todo apunta. Aunque también en su poema aprendemos que la fatalidad no concede el sentido último al ser humano. Rachel Bespaloff dirá algo muy hermoso al respecto: «No es en sus actos, sino en su manera de amar, en la elección del amor, donde Homero desvela la naturaleza profunda de los seres». Es curioso, porque aquí se habla de una predilección ética y de la grandeza de los hombres que no se someten a la fuerza.

También nos habla de la humanidad y de su origen, que es impensable sin el respeto a los caídos ni el amor a la fragilidad. Así ocurre en la escena más hermosa, más profundamente verdadera de «La Iliada»; aquélla en que el rey Príamo se humilla y desciende hasta la tienda de su enemigo, Aquiles, para pedirle el cadáver de su hijo, Héctor. Prosternado a sus pies, Príamo implora: «Respeta a los dioses, Aquiles, y, pensando en tu padre, ten compasión de mí. Yo soy aun más digno de piedad y he osado hacer lo que ningún mortal hasta ahora: llevar a mis labios las manos del hombre que ha matado a mis hijos». La respuesta que le da Aquiles a Príamo apunta hacia el fundamento común de la humanidad: «Dejemos reposar los dolores en nuestras almas, sea cual sea nuestra aflicción». El dolor y la compasión: el amor, en definitiva. Leo a Homero estos días y regreso a la predilección ética a la que antes me refería. Las sociedades crecen y degeneran, ascienden y caen. Son caminos sin marcas de paso ni guías claros. Pero la lección de «La Iliada» es que la grandeza nos hace humanos y regenera al hombre. La grandeza de Príamo y de Aquiles. La grandeza que no se somete a la dictadura irresistible de lo que creemos inevitable.