Gracias a esta primavera lluviosa y fría como un cuerno tengo el cuerpo dolorido. Claro, si en condiciones normales el ser humano es agua en un 70%, con este clima que padecemos, mi proporción acuosa debe de estar en el 125% más o menos. Y las veces que voy a Saldaña, apenas me da tiempo a completar el ciclo de secado.

El caso es que uno de estos días pasados salí de casa lo que se dice hecho una mierda. Tenía el lumbago al pilpil, un dolorcete de cabeza de no te menees -y cuando uno es de perímetro craneal generoso el asunto es serio- y la bisagra de la rodilla izquierda chirriaba de modo alarmante. Tal era mi patético estado que llegué a sospechar que mi media naranja me hubiera dado una somanta de palos aprovechando el sueño profundo, porque no era normal levantarse de la cama tan averiado.

Y así iba yo por la calle, cojitranco, escorado a babor y cefaleico perdido. Entonces que encontré con un conocido, que al verme exclamó: «¡Pero qué bien se te ve!». Lo cierto es que hacía mucho tiempo que no me encontraba tan mal y, sin embargo, al parecer, aquello no se manifestaba al exterior. Es algo que me sucede desde siempre, como una innata capacidad para que lo que ocurre en el interior se quede ahí y no aflore, cuando a la mayoría, los problemas y malestares se les dibujan en la cara.

De ahí que desde chavalete la gente me haya contado sus penas, incluso personas desconocidas en un viaje en tren o en una espera en el aeropuerto se han confesado conmigo, pues debo de tener un careto que no sé qué demonios transmite pero que induce a la gente a contarme su vida, aunque sea la primera vez que los veo. Y, además, lo hacen como si uno no tuviera problemas ni preocupaciones porque no se los casca al que le precede en la cola del pan.

No conozco a nadie que no tenga penas, que no pase apuros, que no sufra por las preocupaciones. Y yo igual, aunque no lo parezca, por lo visto.