En el año 2002, con motivo de la entrada en vigor del euro y la ratificación del tratado de Niza, señalé, a propósito de la moneda única, que la desaparición de la potestad devaluatoria para los estados obligaba a que los ajustes se tuvieran que realizar por la vía de la reducción de salarios o por la del crecimiento del desempleo. Asimismo, el 05/11/02, apuntaba los posibles problemas de la moneda única en la economía: «Sin embargo, los defensores del déficit cero tienen una parte importante de razón: sin disciplina la moneda europea pierde crédito y queda sometida a tensiones en los mercados financieros, con los efectos negativos que ello tendrá sobre la inflación y los créditos. Ahora bien, puesto que el desiderátum monetario de entropía cero no parece posible, ello quiere decir que cada uno de los nuevos países (con muchas más dificultades económicas que los actuales miembros de la UE) se escaparán de aquélla en la medida que les sea necesario, con lo que los problemas del euro serán mayores.» Y, del mismo modo, señalando los futuros problemas del euro en relación con las divergentes realidades económicas que bajo su techo se acogían, recogía una profecía de algunos economistas: «Toda esa situación puede llevar a que tanto la moneda única como el Banco Central -al menos como depositario de toda la política monetaria- tengan que ser reconsiderados y, acaso, eliminados, por inconvenientes. Tres premios Nobel, al menos, que yo sepa, Gary S. Bécquer, Milton Friedman y Paul A. Samuelson, se manifestaron en ese sentido en el pasado. Alguno, como Friedman, ha puesto fecha, el 2010.»

El objeto de este artículo no es estrictamente el de señalar lo acertado de tales previsiones, sino, a partir de ello, subrayar que aquéllos y otros problemas incardinados en la «veracidad del euro» -en cuanto reflejo de las diversas economías y en cuanto instrumento de política monetaria para toda la zona de la moneda única- tienen difícil solución (si es que la tienen) y que, por tanto, el euro puede verse, de un lado, expuesto a ataques cíclicos de los mercados y, por otro, llevar a políticas monetarias que puedan tener efectos contradictorios en los diversos países, y eso, pese a cuantas medidas se están tomando en estos momentos de respaldo crediticio a concretos países o a la misma moneda. La reconsideración, pues, del Banco Central y del euro deviene inevitable. Ahora bien, el problema de la Unión no es exactamente el de la política monetaria, sino el de su economía real. Como decía en 2002, «Pero es que, además, el problema real de la economía europea es su escaso dinamismo, sus no muy altos parámetros de innovación tecnológica e industrial y, por ello, su dificultad para crear empleo.», opinión que estos días ha vuelto a poner sobre el tapete el «Comité de Sabios» de la UE presidido por Felipe González.

En todo caso, y junto con esas cuestiones señaladas apunta en el horizonte otra: la posibilidad de una época de convulsiones sociales, especialmente en el sur de Europa. Es sabido que unos cuantos estados han de realizar ajustes económicos severos que, además, irán unidos a una época de recesión -y, por tanto, de paro- relativamente larga. El malestar social es, en consecuencia, inevitable. El tamaño y forma de expresión de ese malestar no depende únicamente de la capacidad del Estado y de las fuerzas políticas para gestionarlo, sino de la aparición o no de fuerzas «antisistema» que sepan utilizarlo y, como en todas las cosas sometidas a la humana ventura, de imprevisibles circunstancias o accidentes coyunturales. Una de las manifestaciones de ese malestar mal gestionado o ingestionable pueden ser las explosiones de violencia social o política. Otra, no incompatible con la anterior, la «argentinización» (o la «helenización») de los estados, la progresiva depauperación del país a base de políticas demagógicas que conviertan en aparente pan de hoy la miseria del mañana.

De cómo manejemos, pues, unos y otros vectores, pero, sobre todo, de la implantación de políticas de crecimiento económico real -basadas en la innovación y en la productividad y no el crecimiento exponencial del endeudamiento, como hasta ahora- va a depender el futuro de alguna de las sociedades europeas y el propio ser de Europa.

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