El pasado día 7 de mayo se publicó en este diario un artículo de opinión en el que, bajo el título «Abandonad toda esperanza frente a Hacienda y los rinocerontes», su autor exponía que la Agencia Tributaria debería poner el mismo celo en la lucha contra las grandes empresas implicadas en asuntos de corrupción y reciclaje de dinero negro que el que pone en sus actuaciones de comprobación frente a los pequeños contribuyentes, cuya única defensa frente a la inexpugnable armadura jurídica diseñada para la Hacienda Estatal es iniciar litigios inciertos, costosos y probablemente inútiles.

Ni qué decir tiene que como máximo responsable de la Agencia Estatal de Administración Tributaria en Asturias, no comparto el contenido de dicho artículo. Alguien pudiera argumentar, con acierto, que mi opinión no es independiente ni objetiva, pero nadie podrá negar que dicha opinión deriva, al menos, del conocimiento de la organización en la que trabajo.

La Agencia Tributaria es la organización administrativa responsable, en nombre y por cuenta del Estado, de la aplicación efectiva del sistema tributario estatal y del aduanero. En la práctica, el cumplimiento de su función se materializa en dos grandes objetivos estratégicos: la ayuda al contribuyente en el cumplimiento de sus obligaciones tributarias, que en sí misma es una forma de prevención, y la lucha y represión del fraude fiscal. A éste último objetivo destinamos aproximadamente el 58% de nuestros recursos, bien entendido que sólo aprovechando el trabajo de todos y cada uno de sus trabajadores pueden conseguirse resultados satisfactorios.

La inmensa mayoría de los contribuyentes, grandes y pequeños, son buenos cumplidores de sus obligaciones tributarias conforme a la legalidad vigente. La lucha contra el fraude fiscal, se cometa por quien se cometa y sea grande o pequeño, es responsabilidad directa de la Agencia Estatal de Administración Tributaria. Porque el fraude siempre es fraude, siempre es injusto y siempre es insolidario.

Pensar que se actúa con menos firmeza contra el fraude cometido por las grandes empresas y principales profesionales, que ante el detectado en las rentas del trabajo, sugiriendo incluso que éstos últimos se encuentran indefensos ante la Hacienda Pública, no responde a la realidad. Tampoco responde en absoluto a la verdad defender que esa presunta laxitud en la lucha contra el gran fraude derive de la necesidad de evitar litigios que demoren el ingreso en las arcas públicas de las liquidaciones administrativas. Finalmente, raya el paroxismo encontrar la causa que explique la forma de actuar de los funcionarios en una presunta correlación entre lo recaudado y sus retribuciones.

Sin abdicar de nuestra responsabilidad en la lucha contra el pequeño fraude, para que éste exista lo cierto es que ha de existir también una parte de la sociedad, cada vez más minoritaria, que muestre cierta permisividad frente al mismo. El control por la Agencia Tributaria y otras administraciones públicas implicadas, así como la mejora inexorable de la conciencia fiscal de los ciudadanos, como instrumentos de presente y de futuro, constituyen las mejores armas con las que luchar contra ese pequeño fraude.

Respecto al fraude a mayor escala la responsabilidad de la Agencia Tributaria es si cabe aún mayor. Pero también es aún mayor la motivación, pues se trata de luchar contra un fenómeno acreedor de un inmenso repudio social. Por ello, argumentar que un actuario firma actas con acuerdo cuando de grandes contribuyentes se trata, para adelantar el cobro de las liquidaciones y así, al mismo tiempo, mejorar sus ingresos por productividad, representa no sólo una ofensa sino también una gran falsedad que sólo el más absoluto desconocimiento de la realidad puede disculpar. Los funcionarios perciben la mayoría de sus retribuciones como una cuantía fija determinada en los Presupuestos Generales del Estado. Es cierto que una pequeña parte de sus emolumentos es incentivo por productividad, pero éste se determina en función de la cantidad y calidad de su trabajo, no de la parte que se recaude del mismo.

Pensar que en la Agencia Tributaria los empleados públicos se achantan ante los grandes contribuyentes mientras se crecen ante los pequeños es no conocernos. Implica ignorar, por ejemplo, que la deuda media regularizada por cada defraudador inspeccionado fue el año pasado de unos 175.000 euros, lo que difícilmente casa con la idea preconcebida de que no se lucha contra el gran fraude. La Ley General Tributaria establece la obligación de estricto secreto respecto a los asuntos que conozcamos, lo que impide que muchas de las principales actuaciones de control se den a conocer y de ahí puede que provenga parte de ese desconocimiento. Y descarto que por el momento aquellos a quienes inspeccionamos y regularizamos elevadas sumas por fraude fiscal lo hagan público. Pero no nos olvidan.

Es preciso también explicar que la constante actualización normativa y de obligaciones informativas, que sería prolijo comentar aquí, no se elabora para dar batalla al pequeño fraude, sino para, de forma mayoritaria, proporcionar una armadura jurídica -y aquí sí el término es adecuado- de la que se sirve la Hacienda Pública para plantar cara al gran fraude y a las tramas organizadas de defraudación.

Por último, tanto el pequeño contribuyente como el grande tienen a su alcance medios efectivos de defensa jurídica. La tutela judicial efectiva a que se refiere el artículo 24 de la Constitución Española es especialmente efectiva en vía administrativa. Y es que si los tribunales contencioso-administrativos ejercen una magnífica labor, es precisamente en el ámbito tributario donde se ofrecen en vía administrativa más oportunidades de defensa previas a la judicial. En efecto, los tribunales económico-administrativos son órganos administrativos independientes y especializados, que no pertenecen a la Agencia Tributaria, pero que velan efectivamente por la legalidad de los actos administrativos que ésta dicta.

No quisiera que estas líneas puedan hacer creer que en la Agencia Tributaria no tenemos una visión crítica. Todo lo contrario, somos especialmente conscientes de los problemas y retos que afrontamos y de los muchos ámbitos en los que debemos mejorar, tanto internos como institucionales. Pero ninguna se menciona en el artículo publicado el pasado 7 de mayo.