Hay que remontarse a la crisis del petróleo de 1973, que afectó a todo el sistema capitalista, para detectar la primera quiebra grave en el ahora declinante Estado del bienestar o Estado benefactor. Y un progresivo debilitamiento del Estado como institución. Según el economista norteamericano Galbraith, en las democracias consolidadas se habría ido asentando luego la llamada «cultura de la satisfacción» en la que los disparates de los ricos y satisfechos suelen pasar por sabios proverbios. Esa clase satisfecha, que defiende también una limitación general del papel del Estado en la actividad económica, justifica la acumulación ilimitada de riquezas y, por tanto, las grandes desigualdades sociales, considerando un objetivo superfluo luchar por una sociedad más cohesionada e igualitaria. Al respecto, sostenía Chesterton que aquello que es lo bastante grande para que lo codicien los ricos, también es lo bastante grande para que lo defiendan los pobres. Y que la riqueza, como el estiércol, sólo es buena cuando está bien extendida.

Se calcula que el desastre económico actual ya se ha engullido la cuarta parte de la riqueza mundial y ocasionado una devastadora explosión del desempleo. Y se vuelve a poner de manifiesto que son los mercados financieros los que obligan a los Estados a adoptar medidas impopulares: la política subordinada a los avatares de la economía. En tal sentido no está de más recordar que los tiempos de bonanza continuada, con ganancias fabulosas en algunos sectores, entre ellos la banca, no sólo no acortaron las desigualdades sociales, sino que se agravaron en esos períodos. Así, informes oficiales sobre la exclusión y desarrollo social en la España de 2008 evidencian que los niveles de desigualdad y de pobreza se vienen manteniendo a espaldas del proceso de extraordinaria generación de riqueza producida en los años anteriores a la crisis.

Ante el plan de ajuste del gasto público decidido por el Gobierno la semana pasada para salir del marasmo económico en que estamos sumidos, algunos medios denunciaron que Zapatero había rebasado sus líneas rojas en política social para aplacar a los mercados, cuando sólo dos meses antes había prometido que mientras él fuera presidente las prestaciones sociales no serían recortadas. Y tras haber expuesto Zapatero tales medidas en el Congreso, un diputado socialista declaró confundido: «Hoy hemos aterrizado después de mucho tiempo en las nubes».

Creo que de esta grave crisis se pueden sacar dos conclusiones. La primera es que buena parte de la izquierda, a merced de las circunstancias, carece de un discurso propio y diferenciado. En segundo lugar: qué estaría pasando hoy sin el soporte de las familias para mantener en pie un amenazado edificio social. Con varios millones de españoles al borde de la subsistencia, las verdaderas políticas sociales recaen hoy en las familias, a pesar de que las ayudas familiares en España están a la cola de las que se conceden en el resto de los países de la Unión Europea.