Vuelve a ocupar titulares el «caso Muniello» porque el autor de aquel atentado tiene de nuevo que vérselas con la justicia. Me tocó cubrir y contar en las ondas aquella historia y, quince años después, conservo aún el estupor que me produjo.

Es un ejemplo de la gratuidad de la violencia, su capacidad de enrocarse en un ciclo perverso que se potencia, se vuelve sutil, se regenera, se multiplica, se desordena para ser impredecible, para devorar víctimas indiscriminadamente.

Un bombero -profesional con vocación de proteger- fue, sin embargo, quien fabricó la bomba que mutiló y dejó secuelas psicológicas a tres personas, además de incendiar el local. El artefacto iba dirigido contra uno de los dependientes. Al parecer, mantenía una relación con la mujer a la que el bombero «amaba».

Quiso el azar que el joven no estuviera en ese momento en la tienda, pero la bomba explotó igual e hizo su trabajo destructivo. La vida cambió para todos. También para la mujer «amada», que incomprensiblemente reanudó su relación con el bombero. Estando él en la cárcel se casaron y tuvieron un hijo. Finalmente -historia repetida- acabó dejándole y denunciándole por maltrato.

Así es, las personas somos capaces de engancharnos en una relación tóxica que nos ata a un verdugo. Lo cierto es que si ella hubiera decidido entregarse al monstruo antes, la tienda seguiría abierta y las víctimas conservarían piernas, tímpanos y paz. Imagino cuántas veces, desgarrados, se lo habrán preguntado. Es el absurdo de la violencia; necesita ese desorden para conmocionar a sus potenciales víctimas.

Cambiando de escala, la misma reflexión me lleva a otros lugares. Me cuesta asumir que haya una violencia de Estado, legal, protectora, garante de la seguridad. La acepto en todo caso haciendo la maniobra intelectual de llamarla de otro modo. Sin embargo, no puedo evitar últimamente sentirme agredida por una violencia sutil que viene de la sensación de estados en estado de desgobierno.

Estados que no pusieron barreras a un mercado que, dejado a su libre albedrío, lo devora todo. Estados que vacían sus arcas para, incomprensiblemente, restablecer el desequilibrio, alimentando la bicha y subvencionando a las víctimas. La violencia de los ERE, los impagados, los créditos denegados a las empresas, de quitar parte del sueldo a un trabajador obviando años de derechos y conquistas. La violencia de partidos en pelea de perros y de gobernantes enloquecidos.

No sé si la violencia aprovecha ese desorden o el desorden es un síntoma de que la violencia siempre estuvo ahí. Lo que sé es que empieza a mostrar su cara.