Finalizó, por fin, la Liga de fútbol profesional en la Primera División española, que algunos exagerados propagandistas llaman la «mejor Liga del mundo». En realidad, no es un campeonato abierto a varias opciones, con equipos parejos en potencia y medios, sino una sucesión de duelos distintos o por categorías. Como en la lucha libre americana, cuando van subiendo al ring los contendientes de dos en dos, de tres en tres y hasta de cuatro en cuatro, para hacer como que se parten la cara y se comen el hígado.

Para el primer puesto sólo compiten dos equipos; para la tercera y cuarta plazas (que dan derecho a participar en la llamada Champions League), otros cuatro o cinco; para la quinta y la sexta (también con premio europeo, aunque de menor rango), aproximadamente el mismo número; y para eludir las tres plazas que condenan al descenso a Segunda División, el resto, en una especie de cucaña agónica.

Hace unos pocos años, cuando la guerra entre televisiones para hacerse con los derechos de retransmisión propició un reparto más equitativo del dinero, se dio la posibilidad de que equipos distintos al Real Madrid y al Barcelona disputasen el título. Desde la temporada 1991-1992, además de los dos citados, alcanzaron la gloria el Valencia por dos veces, el Atlético de Madrid, en una ocasión, y el equipo de la ciudad donde ahora resido (La Coruña), en otra, con el mérito añadido de que procedía de la categoría inferior, donde había vegetado largos años. Y no sólo eso, sino que rozó la conquista del campeonato en varias ocasiones más, en una de las cuales quedó empatado a puntos con el Barcelona, tras haber fallado un penalti en el último minuto en una secuencia dramática que todo el mundo recuerda.

Que el club de una ciudad de apenas 250.000 habitantes se las tenga tiesas durante varias temporadas con los clubes de las principales megalópolis españolas y europeas, y llegue a estar clasificado estadísticamente entre los diez mejores del mundo, en un contexto financiero ultracapitalista, es un suceso extraordinario y casi milagroso. Pero no fue el único en sacar cabeza, porque equipos de ciudades de parecido tamaño, entre ellos el Celta de Vigo y el Mallorca, cuajaron temporadas espléndidas y se clasificaron entre los mejores.

Todo eso ha cambiado radicalmente. La mayoría de clubes están arruinados y la crisis económica mundial no favorece que salgan con buen pie de ese pozo, pese al servicio inestimable que prestan al sistema entreteniendo a la gente. La solución estaría en que el reparto de los ingresos por televisión fuese equitativamente distribuido entre todos (el espectáculo del circo necesita tanto a los cristianos como a los leones), pero me temo que eso sea tan difícil como que las masas consumidoras se rebelen contra los capitalistas que las tratan como a un rebaño asustadizo. Por lo que se refiere a España, hemos consolidado un duopolio que acabará siendo tedioso, pese a los esfuerzos mediáticos para vendernos la moto de que ésta es la mejor fórmula posible e incluso la más emocionante.

Un periodista anglosajón, habitual colaborador de un periódico madrileño, dice irónicamente que más que la «mejor Liga del mundo» la nuestra es la «mejor Liga de Escocia», donde sólo hay dos candidatos reales al título, Celtic y Glasgow Rangers. La perspectiva de varios años más aguantando la matraca diaria del Madrid y del Barcelona por tierra, mar y aire se hace insoportable.