En estas últimas semanas se ha hablado de una reforma legislativa que modifique la capacidad que tienen ahora los españoles residentes en el extranjero para votar en todas las elecciones. Ya se han escuchado voces que censuran esa posibilidad por injusta o antidemocrática y los partidos mayoritarios, en principio dispuestos al cambio legal, parecen ahora más ensimismados que entusiasmados, pues el peso electoral de los afectados es relevante en numerosos municipios y en algunas comunidades autónomas. Pero la decisión final no debería depender del olfato electoral sino de su lógica democrática y ésta es una cuestión que tiene que ver con la correspondencia entre la residencia y la participación política.

En estos términos, el ejercicio del sufragio no es una cuestión que deba depender de ser español o asturiano, o no, sino de la correspondencia del potencial elector con el conjunto de los que en un sistema democrático avanzado deben de poder decidir. Y si convenimos en que la democracia consiste, en las famosas palabras de Lincoln, en el gobierno del pueblo por el pueblo o, en otros términos, en que el pueblo gobernado debe ser el pueblo gobernante, la pertenencia al conjunto pueblo gobernante -los que pueden votar- dependerá de la afinidad con el conjunto del pueblo gobernado. Y se pertenece «más» al pueblo gobernado cuanto mayor sea al incidencia que tienen sobre la vida de una persona el conjunto de las decisiones políticas que toman los órganos gobernantes: un español residente en España forma parte del pueblo gobernado por el ayuntamiento, por la comunidad autónoma y por el Estado; en lógica consecuencia, si es mayor de edad podrá pertenecer al pueblo gobernante y votar en las elecciones municipales, autonómicas y generales.

En el otro extremo estaría el español que, como está ocurriendo con frecuencia en los últimos meses, acaba de adquirir la nacionalidad por ser descendiente de españoles pero nunca ha vivido en España ni tampoco reside aquí. Al ser español tiene el derecho a entrar y residir en nuestro país, pero mientras no viva en territorio español no estará afectado por la inmensa mayoría de las decisiones que aquí toman los órganos gobernantes y, por tanto, su afinidad será tanto menor cuanto menos capacidad tengan esos órganos de influir en su vida y cuanto mayor sea la dificultad de esa persona para conocer el funcionamiento de los órganos de gobierno y la de los actores políticos para hacerle llegar sus propuestas y su programa electoral. Esta persona, de acuerdo con estos criterios, podría votar, en el mejor de los casos, en las elecciones al Congreso, cámara que nombra al Presidente del Gobierno, pues se trata de los órganos que dirigen y controlan la acción política del país, pero carece de razonabilidad democrática que puedan decidir en elecciones como las municipales y autonómicas en las que, por las decisiones que se toman, la proximidad física y política entre gobernantes y gobernados es imprescindible para que exista un gobierno por discusión o deliberación. Tampoco parece razonable la propuesta de que voten en las elecciones al Senado si aceptamos el mandato constitucional de que es la Cámara de representación territorial.

Entre los españoles residentes y los que nunca han vivido aquí están los que de manera permanente ya no residen en España. Hablamos de los que llevan cinco, diez o más años en otro país, no de los que viajan con frecuencia o pasan temporadas en el extranjero por razones de trabajo, estudios o placer, ni tampoco de los que cumplen misiones diplomáticas o militares. A medida que se va ampliando el plazo de ausencia se va produciendo la desvinculación de esas personas con los distintos órganos de poder por lo que, como sucede en otros países, se debería ir perdiendo la condición de elector, primero en las elecciones municipales (por ejemplo, transcurridos cinco años de ausencia) y luego en las autonómicas y al Senado (pasados entre ocho y diez años). Pero con la garantía de que su regreso a España supondría la posibilidad de ejercer de nuevo el sufragio.

Y a los que sostienen que esto supone destruir los vínculos de una persona con sus raíces habría que recordarles que la imposibilidad de votar en la tierra de origen ya existe hoy con las personas que residen en comunidades autónomas distintas a las de su nacimiento o anterior residencia: el asturiano que cruce el Río Eo y se empadrone en Galicia deja de ser asturiano a efectos administrativos y electorales, lo que no le obliga a dejar de «vivir como asturiano», ni a renunciar al «Asturias, patria querida» para entonar el himno gallego o a reemplazar el queso de Cabrales por el de tetilla o la sidra por el ribeiro; sí le impone votar en su nuevo municipio y comunidad autónoma pues sin que «deba sentirse gallego» sí se habrá convertido, administrativa y electoralmente, en «ciudadano gallego»; es decir, estará sujeto a las normas sanitarias, educativas, urbanísticas... gallegas. Y lo mismo sucede cuando se cambia de municipio dentro de la Comunidad: el vecino de Vegadeo que se empadrona en Oviedo deja de ser administrativa y electoralmente parte del Concejo de Vegadeo y se convierte en vecino de Oviedo, donde deberá pagar los impuestos municipales, estará sometido a las ordenanzas de ese concejo y, en lógica consecuencia, podrá decidir quién quiere que le gobierne.

De éso es, precisamente, de lo que hablamos cuando hablamos del voto de los emigrantes, de política y no de nostalgia, y por eso las entradas y salidas en el pueblo gobernado -en el conjunto de los obligados- deben corresponderse con las entradas y salidas en el pueblo gobernante -en el conjunto de los electores.