Lo sucedido en Gijón con el «Día marítimo europeo» vendría a ser un símil a nuestra escala local de lo que pasa por el mundo económico en crisis. Cientos de visitantes que acudían a los actos poblaron los hoteles gijoneses, se sentaron a la mesa de la hostelería o viajaron en taxi (como desde El Musel a la Laboral hay una distancia respetable, los desplazamientos fueron más fecundos). Total, todos contentos. No obstante, hay un pequeño detalle: organizar un acto de estas características, y con numerosos invitados de lugares lejanos, cuesta un dinero, el cual, evidentemente, ha salido de los bolsillos de los ciudadanos, con cuyas contribuciones funciona la UE o se han nutrido los actos de la Presidencia española de turno. Pero, claro, con esta circulación de los caudales públicos sucede como con la energía: siempre que se transforma, hay pérdidas de ésta. Por otro lado, de los impuestos que paga un hostelero gijonés hay una parte, por pequeña que sea, que va destinada a que los organismos oficiales organicen este tipo de romerías, pero un año se celebran en Bruselas, otro en Sevilla, otro en Roma, y así sucesivamente. Cuando le toca a Gijón, el contribuyente ha pagado ya tantos impuestos a lo largo de los años que habría que calcular si el retorno de beneficios en algunos sectores compensa el esfuerzo fiscal permanente de todos. Alguien decía estos días que ojalá hubiera unas jornadas como éstas todos las semanas. Imposible: tendríamos que pagar todos 52 veces más para cubrir la parte de los impuestos destinada a saraos. Por tanto, lo de organizarlos es como inyectar dinero público para que el consumo esté alegre, pero como siempre hay pérdida de energía, acaba llegando el déficit público brutal y las demás desgracias. Y llega el ajuste: o quitamos las folcloradas o pagamos más impuestos.