Creo recordar que era Schopenhauer el que decía, o venía a decir, que la contemplación del mal ajeno produce placer o, cuando menos, conforta. Nada más lejos de la realidad en lo que me concierne. La contemplación del mal ajeno, probablemente a causa de la educación ignaciana, siempre me ha producido una mezcla de conmiseración, rebeldía e indignada simpatía con el que padece.

Nada más humano, a mi entender, que compadecerse del que sufre, que hacerle sentir la proximidad cómplice del prójimo, nada más oportuno que ofrecerle un hombro amigo sobre el que descargar, bien que metafóricamente, una parte de su pena y su dolor.

Además, cuando el destinatario del mal, el sujeto doliente, no es un individuo, sino un grupo de ellos, un conjunto de personas que, unidas por lazos materiales o espirituales, experimentan al unísono la desgracia, la desazón o la calamidad, el sentimiento se transmuta en solidaridad, la indignación en comprensión, la rebeldía en empatía, la compasión en complicidad. Ante la imposibilidad de ofrecerle el hombro a tantos, siempre nos queda el recurso de ofrendar la palabra de apoyo, la frase de consuelo, el gesto de ánimo, el recuerdo de tiempos pasados mejores, la segura perspectiva de tiempos venideros asaz más afortunados.

Hay ocasiones, sin embargo, en las que las circunstancias de la vida, la cambiante suerte de los tiempos, el caprichoso devenir de los Hados, la fuerza del destino, y quién sabe si hasta un inmanente sentido de justicia universal, nos proporcionan la ocasión de contemplar de cerca el mal de quien no ha mucho intentó dañarnos, de quien pretendió ofendernos a título personal o colectivo.

En esas ocasiones resulta muy difícil resistirse a la tentación de echarle en cara al ofensor su ofensa, de regocijarse en el mal que padece, pasándole factura de contado, restregándole en la cara ese fracaso que a buen seguro entendemos ha terminado por ponerlo en un lugar que no podemos por menos que considerar como suyo.

Ése podría ser el caso de un tal Aulestia y de la cohorte de acomplejados bufones que hace un año festejaron su neandertal exabrupto de balconada dizque capitalina. Sería muy fácil ahora regocijarse en las lágrimas del abatido portero azul. Sería muy fácil hacer leña del árbol caído. Sería bien sencillo recordarle que en el pecado ha llevado la penitencia. Sería más sencillo aún regodearse en su desgracia.

El caso es que, ¿por qué no seguir el wildiano consejo y vencer la tentación dejándonos llevar por ella? Sea: Ciudadano Aulestia, tu equipo y tú vais a seguir un año más en el lugar al que tus palabras del pasado año os hicieron acreedores. Y es que, en ocasiones, por suerte, uno no tiene que esperar demasiado tiempo a la puerta de su casa para ver pasar el cadáver de su enemigo. Sentimiento azul, sentimiento triste. Aulestia blues. Otro año será. Que os sea leve.