En estos tiempos de crisis económica, el fantasma de nuevos impuestos sobrevuela sobre la cabeza de los contribuyentes, mientras la Administración realiza un esfuerzo de imaginación para hincar el diente en materias inexploradas tributariamente. Quizás el delirio recaudador de nuestros políticos les lleve a jugar con la idea de un Impuesto sobre la Belleza. Al fin y al cabo, lo que la Constitución impone es que el hecho imponible se apoye en cualquier manifestación de «capacidad económica», como es la renta o el patrimonio. ¿Acaso un cuerpo escultural, de hombre o mujer, no supone una ventaja competitiva en el mercado?, ¿alguien duda que para superar una entrevista, una oposición o agilizar un trámite puede influir la apariencia física?, ¿no demuestra un cuerpo recauchutado plásticamente un singular poderío económico?

No deja de tener gracia que la belleza no se debe al mérito y sin embargo provoca admiración o envidia, como pasaporte que abre relaciones afectivas y sociales y con ello facilita el acceso al éxito personal.

Cabe recordar el interesante experimento efectuado por un psicólogo americano que utilizaba como gancho en una cabina telefónica en la vía pública a una chica que, tras telefonear, se dejaba «olvidada» la moneda junto al teléfono. Pues bien, de las personas que esperaban y que hallaban la moneda olvidada nada más entrar en la cabina, si el gancho era una belleza, siete de cada diez varones corrían fuera de la cabina para llamarla y entregarle la moneda. En cambio, si la persona que hacía de gancho no era físicamente agraciada, tan sólo tres de cada diez varones se apresuraban a entregarle la moneda. El experimento daba la razón al filósofo Voltaire cuando afirmaba que la belleza «es una carta de recomendación escrita por Dios», aunque tampoco es para dar saltos de alegría pues, como puntualizó la cortesana francesa Ninon de Lenclos, «el crédito de esta recomendación no dura mucho tiempo».

Sentada esa ventaja vital que es la belleza, su traducción impositiva es una cuestión técnica. Cada contribuyente se calificaría sí mismo en un impreso oficial de «autoliquidación» según una escala de belleza. A mayor calificación estética mayor obligación de pagar. Los tribunales podrían revisar la calificación e imponer multas puesto que no faltarían aquellos que por soberbia se considerasen más bellos y los que por humildad (o avaricia) se declararían más feos. Quienes no pudiesen pagar con dinero, vendrían obligados a prestar servicios personales sustitutorios. La Agencia Tributaria comprobaría la calidad estética de los contribuyentes y, cómo no, aplicaría sanciones.

Siguiendo con este juego argumental, pero con mayor sutileza, podría llegar a hablarse de un Impuesto sobre la Plusvalía de Belleza cuando alguien aplicase cirugía estética para operarse los labios, facciones o el cuerpo. O de un Impuesto sobre el Valor Estético Añadido si, además de hermosura, el agraciado o agraciada tuviera el don de la sonrisa o un caminar elegante. Y quizás un Impuesto sobre el Matrimonio, por la presunción de que tal vínculo demuestra una predisposición estética recíproca, aunque posiblemente tal carga fiscal debería ser ínfima ya que el matrimonio según la leyenda urbana propicia cierta molicie y abandono en la estética personal. También podría hablarse de exenciones de tales impuestos a partir de cierta edad, o de aplicación de una tarifa progresiva y creciente hasta la edad madura, momento en que comenzaría una tarifa regresiva por la natural decadencia física posterior.

En fin, valga lo dicho en clave de humor, ya que la combinación más explosiva y que mayores beneficios sociales da no es la hermosura pura y dura, sino la simpatía y la bondad. Una combinación demoledora, que en vez de ser objeto de gravamen impositivo debería ser objeto de beneficios fiscales para incentivarla. Como replicaba el malogrado John Lennon, cuando se atrevían a decirle que Yoko Ono era fea:

«Este mundo es una isla desierta que no necesita personas que digan cosas horribles sobre la belleza de los demás, sino personas que todos sentimos con belleza sobrenatural porque saben sonreír». Y esa sonrisa nos vendrá muy bien para encajar el tsunami impositivo que posiblemente nos espera.