El superrecorte presupuestario va hoy a la arena parlamentaria. El Gobierno lo presenta en medio de un mar de imprecisiones y engaños, sin trazas de cualquier consenso por mínimo que sea y, lo peor de todo, por boca y obra de un presidente con credibilidad bajo cero porque el conjunto de lo que va a proponer entra en absoluta contradicción con todo lo que hizo y dijo hasta ahora y, hombre, salir a estas alturas con cómicos juegos de palabras orteguianos sobre el yo y las circunstancias mueve a pura risa dentro del drama.

Un programa de fuertes recortes presupuestarios tiene tres exigencias ineludibles: que sea muy claro, que salga de un amplio acuerdo social y que lo presente y lidere una personalidad de gran prestigio.

Aquí y ahora no se dan, en absoluto, ninguna de esas tres condiciones, así que el plan está condenado al más absoluto fracaso. Pero como es imprescindible que triunfe porque de lo contrario nos vamos todos de cabeza al abismo, en nada se deberá producir una nueva ronda con un proyecto bien construido, con un apoyo político-social masivo y sin ZP.

A la espera estamos. Y como el que espera desespera, es preciso empujar en el sentido de la historia -como decían, ay, los marxistas-, ayudar a que lo necesario por inevitable o inevitable por necesario se produzca y, en fin, que no siga corriendo el tiempo porque, ya se sabe, todas la horas hieren, menos la última, que mata, y no quiero mirar el reloj porque me produce vértigo sólo imaginar lo que sospecho.

Hace ahora dos años y medio la economía española entró en crisis, pero ZP se negó siquiera a pronunciar tal palabra, ganó las elecciones prometiendo pleno empleo, y hasta que el pasado día 7 España amenazó quiebra y llamaron histéricos Obama y Merkel, no movió un dedo y siguió gastando a manta para comprar votos y voluntades.

¿Y ahora? Pasados unos días todo indica que se dispone a seguir engañando urbi et orbi. Quizá lo consiga: si es así, apaga y vámonos.