Pedro de Silva Cienfuegos Jovellanos, ex presidente del Gobierno del Principado de Asturias por el PSOE y habitual colaborador de este periódico, ha escrito un artículo expresando su sorpresa por el intenso odio que algunas gentes le profesan a Zapatero. Dice De Silva que «un equipo de psicólogos y sociólogos debería ponerse a analizar por qué mucha gente odia tanto a ZP. No digo antipatía, ni animadversión, ni incluso enemistad, sino odio en estado puro, ese que hace que personas con formación y espíritu ecuánime, o hasta gracia y chispa, salten como un resorte, echando espumarajos, en cuanto oyen el nombre del nefando». Al abogado De Silva, que además es escritor, le intriga la intensidad y la extensión de ese fenómeno, lo califica de «misterio de la psicopatología», y después, con la sabiduría propia del oficio, nos promete una explicación sobre el caso en una próxima entrega.

Mientras esperamos por ella, que no dudo será certera y brillante, debo confesar que, hablando de política española, ese sentimiento de odio no me sorprende demasiado aunque no deje por ello de disgustarme la comprobación de su pervivencia. Conozco desde hace muchos años a Pedro de Silva y durante un tiempo mantuvimos un trato frecuente y muy cordial. Que un hombre de tan larga experiencia en la vida pública mantenga, a esas alturas de la vida, una reserva de sensibilidad, dice mucho en su favor. Pero a él le consta, tan bien como a mí, que el odio ha sido, por desgracia, una constante en la vida nacional, con la Guerra Civil como máxima expresión de esa locura cainita. Pese al tiempo transcurrido, esos fuegos todavía no se han apagado del todo y aún arden bajo tierra algunos rencores inexplicables, como podrá comprobar quien oiga ciertas emisoras o lea algunos periódicos. Alguien argumentará que se trata sólo de retórica y que con ese tizón no se puede incendiar un país que mayoritariamente aspira a no volverse a meter en líos, pero en cualquier caso la evidencia no deja de ser desagradable.

Por lo demás, el odio a Zapatero no es más que una versión renovada del odio que padecieron casi todos los presidentes que lo precedieron. Tengo los años suficientes como para recordar el odio que chamuscaba a Suárez hasta que dimitió. Y no le valieron de nada su simpatía, su desparpajo y su valor personal. Y algo parecido le ocurrió a González, a quien no le perdonaron sus éxitos electorales y su larga estancia en el poder. ¿Es que nadie tiene memoria de lo que se dijo de ellos? Una lluvia de insultos los acompañó en su salida, como le sucede a los toreros en tarde de bronca. Tampoco a Aznar le fue bien en su segundo mandato, pese a conseguir una mayoría absoluta en las elecciones. El único que se libró de esa maldición gitana fue Calvo Sotelo, quizás porque todo el mundo entendía que era un presidente interino.

Las raíces del odio en este país son complicadas de entender. El escritor brasileño Jorge Amado dejó escrito en su libro «Navegación de cabotaje» una curiosa anécdota para explicar la diferencia de talante entre los portugueses y los españoles. Cruzaba la frontera entre los dos países y a escasos metros de la raya pudo leer dos pintadas contrapuestas. En el lado portugués rezaba: «El sol brillará para todos». Y un poco más abajo alguien había escrito con humor: «¿Y los días de lluvia?». En el lado español, sobre un muro, se expresaba rotundamente: «Te odio y te odio».