El mundo de la arquitectura está en completo desacuerdo con la aplicación práctica de la legislación sobre concursos de proyectos en España.

Hace año y medio me comentaba Luis Fernández Galiano la alta consideración en que se tiene a los arquitectos y estudiantes españoles dentro y fuera del país. Entiende que son los que prefieren como colaboradores los mejores estudios por su calidad de formación y capacidad de trabajo. En las dos últimas décadas los arquitectos españoles como grupo, junto con los holandeses, han conseguido la mayor cantidad de premios en concursos, y la arquitectura española vive momentos de gran reconocimiento internacional. Es frase hecha que si algo funciona no se debe tocar.

Un modelo de formación universitaria envidiado por otros países, dados los rendimientos de calidad profesional y capacidad de trabajo, se dilapida con las actuales prácticas concursales. Es tan absurda la interpretación que se hace de la ley de Contratos del Sector Público que, teniendo en cuenta que el coste de los honorarios de arquitecto sin baja está en España -muy inferior al resto de Europa- entre un 8% del presupuesto de obra para proyectos pequeños y un 5 o 6% para obras de mayor tamaño, una baja de, por ejemplo, el 20% en los honorarios supone una importante merma de calidad proyectual, a cambio de una cifra ridícula en relación con el presupuesto de ejecución 5% x 20% = 1%. Cualquiera que sepa de obra entiende que nada hay más rentable económicamente que disponer de un buen proyecto de obra. Se ahorran costos y disgustos mucho mayores que lo que aportaría una baja en el precio del trabajo de arquitecto. En la enorme mayoría de los casos un mal proyecto de salida supone la redacción de un reformado con costo total superior al de un buen proyecto original. La consecuencia de todo esto es paradójica. Arquitectos mal pagados, Administración que consigue un producto peor y más caro? Nadie sale beneficiado.

Por otra parte, la responsabilidad civil tiene un costo de acuerdo con el tamaño y presupuesto de obra, y los gastos de estudio han aumentado en un 20% con la implantación del Código Técnico. Otra interpretación de la ley de concursos introduce la exigencia no ya de un buen currículum profesional, sino de un currículum en obra similar en los últimos tres años. En momentos como el actual se da el caso de profesionales con 20 o 30 años de experiencia que no pueden concursar por no haber accedido a encargos, no digamos los más jóvenes. La lógica de esta exigencia llevaría a que todo el trabajo de la Administración se concentre en manos de muy escasos arquitectos, ya que sólo puede acceder al trabajo quien haya tenido trabajo.

Es evidente que debe acometerse una reforma legal, que no se puede licitar un proyecto de arquitectura como se licita una contrata de obra, pero tampoco cabe culpar de todos los males a la propia ley: las interpretaciones rígidas hacen casi más daño. Como muestra, veamos que en Francia -país que pertenece a la UE, que sepamos- se considera la mejor oferta económica la más ajustada a la media aritmética, la exigencia de currículum reciente no es obligatoria, ni la de presentar avales bancarios en la etapa de concurso. Pero como todo esto se puede pedir, se pide, con el consiguiente gasto inútil de dinero y energías.

Todo esto para que el producto que obtiene la Administración sea peor.

Como es bien conocido, en 1929 se produjo una quiebra financiera sin precedentes que dio lugar a lo que se denominó la Gran Depresión. Todo empezó como ahora, especulación en la Bolsa, bancos que daban créditos sin apenas garantías, empresas estranguladas por la falta de crédito, endeudamientos familiares por encima de su respaldo económico, etcétera. Quince años antes se había producido lo que se denominó la Gran Guerra, por ser un conflicto bélico global, de dimensiones desconocidas. Después vino otra aún más terrible y hubo que rebautizar a aquel trágico enfrentamiento como la I Guerra Mundial, para llamar a la siguiente, iniciada diez años después del Crack de 1929, la II Guerra Mundial. En buena lógica se tendría que hacer lo mismo con la Gran Depresión para identificar la crisis actual como la II Depresión Mundial.

De la magnitud de la primera podemos extraer información útil para la segunda. El paro superó el 20 por ciento y el PIB tardó de media trece años en recuperarse. La II Gran Depresión se desarrolla en un escenario distinto, más globalizado para lo bueno y para lo malo. Pero todo hace suponer que del pozo social y económico no se va a salir en menos tiempo. A lo tonto llevamos ya casi tres años, y bajando. Es como cuando veíamos atónitos una de las torres gemelas de Nueva York ardiendo y, aún sin reponernos, observamos cómo otro avión se estrellaba contra la otra. Y lo peor aún estaba por venir.

La Gran Depresión tiene una vertiente tanto o más importante que la socioeconómica y es la gran depresión psíquica que causa en la sociedad, que no atina a comprender qué ha sucedido para este desplome. El miedo a consumir es el pánico a sucumbir. Si quien puede tirar del consumo ve cómo su empleo peligra o su salario decrece por decreto, decidirá ahorrar por lo que pueda pasar. La falta de confianza pone el candado al círculo vicioso de la crisis.

Un elemento clave de la gran depresión social consiste en que la desconfianza hacia la economía se extiende todavía más hacia los dirigentes políticos, empresariales y sindicales, en cuyas manos está buscar la salida a este embrollo monumental. Hay muchos políticos, pero ningún dirigente; muchas medidas improvisadas y ningún plan director. Crea desazón ver los bandazos que da el Gobierno en el análisis de la crisis y en las medidas que adopta para atajarla. Igual desánimo produce ver a una oposición rastrera, más preocupada por descabalgar al Gobierno y en ocultar sus asuntos de corrupción que por ayudar a salir del agujero nacional; unos y otros buscando culpables y no remedios. El desánimo se torna en indignación al contemplar que quien negocia la reforma laboral y critica por insuficientes los recortes salariales impuestos por el Gobierno es un presidente de la patronal de reconocida incompetencia para gestionar sus propios negocios, campeón del paro y del engaño en sus empresas.

El desaliento no mengua si la vista se gira hacia las comunidades autónomas, que no bajan el listón de sus reclamaciones, como si la crisis fuera de España y no de sus regiones. Y qué decir de la justicia, un Tribunal Constitucional sin renovar desde hace tres años e incapaz de dictar sentencia sobre el Estatuto de Cataluña, y un Poder Judicial cada vez más politizado y desacreditado incluso en el ámbito internacional.

El abatimiento es completo si se compara la resuelta decisión de recortar el poder adquisitivo de funcionarios y pensionistas con la timorata y meliflua insinuación de un posible impuesto, temporal, a los más ricos o con la baja intensidad de la lucha contra el fraude fiscal. Y para que nada falte en esta España recurrente, topamos con la Iglesia. Aún no olvidadas sus trapacerías en el «caso Gescartera», aporta su quintal a la crisis financiera con la bancarrota de Cajasur. La desolación ante este vacío político y moral lleva a preguntarse ¿hay alguien ahí?

Costará salir de la crisis económica, pero más aún curarse de la gran depresión que produce en la sociedad comprobar que el poder político es incapaz de embridar al poder financiero, no ya por la astucia de éste, sino por la torpeza e incompetencia del Gobierno y del Parlamento para regular el mercado y crear confianza y credibilidad en las instituciones. La Gran Depresión se puede llevar por delante el sistema democrático. No sería la primera vez.