Ya murió hace bastante tiempo, pero a José Hartasánchez Rozada, «Pacholín», todavía hay mucha gente que le recuerda con cariño. Era de Celorio, del barrio del Cantón, y emigró muy joven a América, donde consiguió abrirse una vía de supervivencia. Se estableció en Buffalo y llegó a ser maquinista del ferrocarril de los Estados Unidos. A bordo de su locomotora recorrió escenarios y topografías de la historia norteamericana, desde la Gran Depresión hasta la derrota en Vietnam, pasando por Hiroshima y Nagasaki, y por Disney y Sinatra. Ningún otro llanisco trabajó en lo mismo que él.

No había llegado a España el plan Marshall, pero cada año nos llegaba a Llanes Pacholín desde Estados Unidos con sus dólares contantes y sonantes y su sombrero de fieltro, siempre dispuesto a contribuir a sufragar la fiesta del Carmen y a tapar agujeros de la parroquia. Traía dos relojes (en una muñeca, la hora del Estado de Nueva York, y en la otra, la de la España peninsular) y era un gallito octogenario que tuvo aún humor de sobra para echarse aquí una amante, a la que denominaba «nuestra perdición». «Está al llegar nuestra perdición», decía, cuando iba a recibir a la estación a su tardía y pizpireta querida, que bajaba del tren siempre cargada y sofocada como un abellón, después de hacer compras en Oviedo o en Santander.

Tenía Pacholín dos hermanas, Honorina y Rosa, que trabajaban en la casa de Rafael Labra, al lado del Ayuntamiento de Llanes. Mujeres honradas, atareadas y decimonónicas.

-¿Dónde dejasti a Honorina, que haz muchu que no la veo?

-Por allí anda, como siempre? Aquella casa es tan grandísima, chacha, que hay días que ni nos vemos -explicaba Rosa en el mercado de los martes.

Labra era enemigo declarado de dos elementos de la vida moderna: el agua corriente y la luz eléctrica, porque veía en ellos un peligro. Si era intrínsecamente mala la humedad de las cañerías, que provocaba reuma, la electricidad era todavía más alarmante, porque podía causar devastadores incendios. De modo que en su casa no había más que velas y candelabros para verse las caras, y Honorina y Rosa, juntas o por separado, realizaban a diario incontables viajes hasta la fuente que había frente al Casino, carretando calderos para el abastecimiento doméstico.

Cuando entraron las tropas de Franco en Llanes, en septiembre de 1937, unos oficiales de la Legión Cóndor fueron instalados en la casa de Labra. A aquellos aviadores alemanes de la Luftwaffe les faltó tiempo para mandar poner la luz eléctrica y el agua corriente. Pero cuando se fueron y regresó Labra, lo primero que hizo el dueño de la casa fue desterrar aquellas dos altas aportaciones del espíritu germánico, para que todo volviese a la normalidad. Honorina y Rosa recuperarían sus calderos y sus cerillas para hacer lo de siempre.

Pacholín gozaba de popularidad antes y después de eso. Era un «yanqui celoriano», que se dice pronto, y le llovían las invitaciones a los actos sociales:

-Mucho se ha adelantado usted, Pacholín. Mire que son las 5 y la cena no estará a punto hasta las 9. Pero, claro, usted está acostumbrado a cenar pronto, y se comprende. ¿Le apetece un poco de queso para entretener el tiempo?

Y Pacholín aceptó la propuesta con la voz de la experiencia, acumulada en miles de estaciones del Medio Oeste:

-Sí, hija, sí, que siempre se dijo que el quesu mantiene el rabu tiesu.

-¡Qué cosas tiene usted, Pacholín! Es usted terrible. ¡Terrible, terrible?!