Si vale decir que toda obra humana es imperfecta, ¡con cuánta más razón lo será después de un conflicto fratricida! No es justo juzgar el ayer con criterios de hoy, y menos aislarlo de los hechos históricos que le dieron origen. Pero hay que comprender, por parte y parte, los sentimientos de cuantos hemos sido afectados por algunos acontecimientos, remotos si se quiere, y cuyas consecuencias aún arrastramos hoy. Cada familia tiene su peripecia que contar.

Dificultad, pues, de encarar con imparcialidad cuanto pasó en este país aquellos años treinta tan terribles, como demuestra la memoria que algunos quieren desenterrar para volver lo sucedido del revés y alentar rencores que parecían y merecían ser olvidados. Los «padres» de la transición lo intentaron, creíamos que con éxito.

Entre gran aparatosidad propagandística, se nos presentan ahora aquellos hechos como fruto de una maldad original de la que pudiéramos entender como gente de orden, en alianza con unos militares golpistas y una Iglesia reaccionaria y antisocial que merecía ser perseguida y aniquilada. Nada más injusto.

En esto sí que se puede aplicar el principio jurídico de que la causa de la causa es causa del mal causado. Tengo por cierto de que, tras la huida de un rey timorato, la causa inmediata de la guerra civil fue la desvirtuación de una República planteada como un instrumento beligerante contra una parte de la sociedad, su ideología y su legítima libertad. Fue el gran error. Bien lo dijo Ortega: «¡No es esto, no es esto!».

Así es como lo percibieron el centro-derecha político, los militares en su mayoría, los católicos y gran parte de una clase media- baja, que es la que había, gente modesta que vivía de su trabajo y que fue perseguida por el simple hecho de tener otras ideas o de creer en Dios.

Sé que simplifico y que en todos los ámbitos hubo buenos y malos, no somos ángeles, pero un artículo de prensa no permite entrar en matices. Globalmente, no se puede negar que la II República, desde el primer instante de su ser natural, fue sectaria y violenta, empezando por su Constitución y siguiendo por los cinco años y tres meses que pasaron hasta el estallido bélico del 36, apoyado por el sentir de amplios sectores de la población, hartos de desórdenes, amenazas y agravios.

El resultado fueron casi cuatro décadas de dictadura, con indudables luces y sombras: unos años 40 difíciles, unos 50 expectantes, unos 60 desarrollistas, con seguridad y trabajo, y una decadencia final que en lo político pudo haber sido evitada mucho antes si se hubieran restablecido a tiempo la normalidad y el régimen de libertades. Pero de nada vale especular sobre lo que pudo haber sido y no fue. La primera pregunta que conviene hacerse es: ¿quién empezó?

Lo que no parece de recibo es cargar a toro pasado las tintas sobre lo negativo, porque no todo fue así. Cuando aquí empezó la posguerra, los niños, que no conocíamos otra cosa, nos sentíamos felices correteando por las calles, incluso jugando entre las ruinas, porque no éramos conscientes de los problemas y, en todo caso, había voluntad de remontarlos.

Pero eran otros tiempos, muy recios, en los que mucha gente dio la medida de su temple, de su sobriedad, de su capacidad de lucha por la vida y de superación. La segunda pregunta sería: ¿cómo podríamos haber vivido 40 años sintiéndonos desgraciados? Con frecuencia, por ejemplo, se presenta la enseñanza de entonces como sórdida y tenebrosa, pero se ve que yo tuve suerte porque mis tres escuelas primarias no lo fueron en absoluto, sino alegres y dignas de recordar.

Todo eso está ahí, inmóvil en la historia, de la que todos venimos queramos o no. Fueron gentes de mi generación las que, con generosidad, renuncias y, sobre todo, realismo, pusieron las bases para un tiempo nuevo, alejado de unos rencores que ahora otros, con afán suicida, quieren resucitar.

En consecuencia, la última pregunta será: ¿qué hubieran hecho los otros de haber ganado?