Hace apenas nada -mucho tiempo para el recuerdo, poco para la felicidad- se planteó en Asturias un nuevo horizonte a cuenta del agua. Las reconversiones industriales estaban cumplidas y los buscadores de rentas se fijaron en un hipotético nuevo maná que pudiese dar buena cuenta de sus ansias infinitas de dinero, por supuesto, compatibles con el discurso progre más demagógico.

Como entonces sucedía con todo, fue el sindicatu quien lideró semejante movida. Por eso desde estas líneas fue rebautizado como SOMA-FIA-UGT-H2O-ETC y tal y tal y tal. El caso era seguir exprimiendo un camelo. Cosas más descaradas se habían visto como, mismamente, colocarnos carbón del centro de Asturias seis veces más caro que el extraído y traído desde Australia y qué decir de las famosas prejubilaciones a los 40 años y un día y 3.000 euros al mes.

El discurso acuoso estaba basado en el cuento más antiguo del mundo y en el más dañino: las riquezas naturales.

No. Nunca han existido ni existen ni existirán las gangas ebúrneas. La riqueza depende exclusivamente de la inteligencia y del esfuerzo de los hombres.

A la vista está: el líquido elemento puede ser una bendición o una maldición y con frecuencia las dos cosas al mismo tiempo. El agua, tan abundante en esta tierra de nuestros pecados, es excelente para los cultivos, para las industrias y para las ciudades, pero también en los desiertos se logran tomates, hay fábricas y asentamientos urbanos de alta calidad.

Nueve días torrenciales cierran la demostración que no quisiéremos haber visto nunca: Asturias es más cigarra que hormiga.