A cualquiera que haya observado un hipopótamo libre en la naturaleza le habrá fascinado la sensación de poderío y agilidad que transmiten esos animales, en especial fuera del agua. Lo recordará a ciencia cierta, siempre que sobreviva al encuentro. Los hipopótamos son la primera causa de muerte de seres humanos en África y, con esas estadísticas en la mano, la razón que nos impidió acampar junto al lago Baringo, en Kenia, camino de las montañas Tugen hace cinco años. Pese a esas advertencias inquietantes, lo cierto es que se trata de animales de aspecto entrañable, cómico casi. Hasta que cargan contra los intrusos a una velocidad imposible de adivinar en un corpachón tan voluminoso.

En términos evolutivos los hipopótamos pertenecen a un linaje emparentado de cerca con el de los cetáceos, también gigantescos y también, en el folklore popular, adorables. Pero las relaciones entre hipopótamos, ballenas, cachalotes, marsopas, orcas y delfines eran un tanto oscuras. Una investigación adelantada esta semana en formato electrónico por los «Proceedings of the Nacional Academy of Sciences USA» arroja luz al respecto. Maeva Orliac, del departamento de Paleontología que forma parte del Institute des Sciences de l'Évolution de Montpellier, Francia, es la primera firmante de un trabajo en el que se analizan las relaciones evolutivas existentes entre los suidos, grupo al que pertenecen los hipopótamos, y los cetáceos. Para ello hay que remontarse a los tiempos del Eoceno, cuando, cincuenta y tres millones de años atrás, surgieron los primeros mamíferos adaptados a la vida acuática. Los ungulados de entonces incluían a los antracotéridos, conocidos desde hace más de un siglo. La «Revista Europea», que se publicó en Madrid durante seis años, sacó en marzo de 1879 un artículo de Ernst Haeckel en el que se relacionan con los cerdos e hipopótamos y, a mayor distancia, con los cetáceos.

El trabajo del grupo dirigido por Orliac aclara la historia evolutiva que dio lugar a los primeros hipopótamos en el Mioceno temprano, es decir, hace 21 millones de años. Pero permite también entender mejor los caminos adaptativos que llevaron a algunos mamíferos a emprender el camino de vuelta hacia las aguas. En esencia, las acotaciones actuales no se apartan mucho de lo que Haeckel apuntaba hace ciento treinta años y, como el genio alemán del evolucionismo recuerda, del esquema que, veinticinco siglos atrás, estableció Aristóteles al incluir las ballenas entre los mamíferos. Cuesta trabajo creer que, pese a ese cúmulo de evidencias al que Darwin dio sentido, haya aún quienes se aferren a explicaciones mágicas acerca del origen de las especies. Pero ni todo el creacionismo del mundo es capaz de anular el escalofrío que se siente cuando, al excavar en terrenos del Plioceno, aparece con todo su esplendor la mandíbula altiva de un hipopótamo de los de entonces, con sus incisivos gigantescos, dando testimonio de que en aquella época existía ya un animal de una belleza tan inquietante.