A cuentagotas, la literatura se hace eco de la xíriga, el ingenioso lenguaje inventado por los tejeros llaniscos, y en los pocos casos que se han registrado hasta ahora encontramos valiosas referencias para el estudio de un fenómeno lingüístico y sociológico tan peculiar.

En su novela autobiográfica «Allorales», Andrés Peláez Cueto (Hontoria, Llanes, 1892-Camas, Sevilla, 1969), tejero en su niñez, y luego indiano y escritor, pone delante del lector la visión del escenario vital de los tamargos: «Comencé a ir a la tejera, a tierras de Castilla, contratado por un duro y un pantalón de pana por la temporada de mayo a septiembre. Éramos una cuadrilla de diez, entre hombres y rapaces, y marchábamos a pie, con el hato colgado de un palo. (?) Nuestra jornada comenzaba a las cinco y media de la mañana y terminaba a las diez de la noche», explica. Este personaje jontoriano, que se haría masón en México, deja caer en su relato tan sólo una expresión en xíriga: «Los gorres paran gachuleros» (»Esos tíos no tienen buena pinta»), pero es una frase bien traída y llevada a cuento literariamente.

El autor que situaría la xíriga en los picos más altos sería Pin de Pría (José García Peláez), en 1926. En su gran poemario «Nel y Flor», donde se concentran tantas atmósferas mágicas y tantas cumbres fantásticas, construye el capítulo «Daqué de Xíriga», en el que los protagonistas mantienen un armónico diálogo en la jerga de los tejeros:

-Párami l'ádaga, del camangu a la guxona, como gachova gumarra («De miedo a la muerte, se me pone el pellejo como de gallina enferma») le dice Flor a Nel en un pasaje.

Los recursos expresivos de la jerga los hace valer también el poeta Celso Amieva en su libro «Asturianos en el destierro», donde nos traslada la experiencia personal de la derrota en la Guerra Civil. Mientras se hallaba internado en el campo de Argelès-sur-Mer, en la costa sureste de Francia, el autor de «El paraíso incendiado» recibió en 1940 una carta en xíriga que había conseguido burlar a los censores franceses. (Antes de recibirla, el propio Celso, en el verano de 1939, había enviado a un primo suyo -José Llera-, recluido entonces en el campo de Saint-Cyprien, un escrito en xíriga que dejó igualmente fuera de juego a la censura franchute).

El remitente era César Sánchez Argüelles, de Posada de Llanes, que en la misiva contaba al poeta cosas de las que había sido testigo: el repliegue británico en Dunkerque ante el avance de las tropas de Hitler; la huida a Inglaterra junto a otros republicanos españoles y el trato nada amable que les dispensó el inquilino de Downing Street, que los acabaría devolviendo a Francia pocos días antes de que ésta fuera ocupada por la Wehrmacht. «Rábole musendu, chirriu ferrosu. Engorru forista, chirriu d'aureta. Arrieta gabachosa: Xodín Nazario. Dotos gachuleros: manes morúa'n cuadru, manes xiflos de la ingle y manes gabachosos. Mayen bringos» («El burru del premier nos metió en el tren, y después en barcu. Llegamos a Saint-Nazaire. Todos fueron hostiles: los de cabeza cuadrada -los alemanes-, los ingleses y los franceses. Que coman mierda»). Así finaliza el escrito, redactado en estilo telegráfico, como un mensaje en clave, indescifrable incluso para los agentes de la Gestapo.

Emilio Muñoz Valle, estudioso de la vida y de la muerte de los tejeros, reproduciría ese histórico documento en un ensayo titulado «La xíriga como lenguaje secreto en la Segunda Guerra Mundial», publicado en el «Boletín del Instituto de Estudios Asturianos».