En un tiempo que ya sólo pertenece al recuerdo y a la infancia, una niña de unos cinco o seis años (o sea: yo) estaba convencida de entender el mundo con una lógica que otorgaba estatus de categóricas a sus sencillas (aunque no por eso poco caviladas) conjeturas. Y es que en aquellos años creía firmemente que lo que los mayores llamaban «canción del verano» era la que cada temporada sonaba de forma machacona en el chigre de la playa de San Balandrán (Samalandrán, para mi recuerdo infantil). Mi capacidad memorística no llega a tanto como para saber quién era el dueño, pero, desde luego, debía ser muy influyente para convertir en la canción favorita de todos la que a él más le gustaba.

Luego aprendí que la experiencia nos va haciendo entender lo relativo que es la mayor parte de lo que sabemos . La prudencia nos aconseja siempre ser cautos y considerar en todo momento que es posible que nuestro conocimiento no sea tan amplio como creemos, que cuando alguien intenta convencernos de que las cosas son de determinada manera porque «son así de toda la vida» sólo quiere decir que lo han sido en el corto y limitado espacio de tiempo en que hemos convivido con ellas. Y es que no sólo pueden cambiar hacia el futuro, sino que incluso puede cambiar nuestra visión del pasado.

La mayoría de las teorías, inclusive las más fundamentadas, pueden volverse «niñerías ingenuas» sólo con aportar un nuevo descubrimiento. Los científicos lo saben, y los filólogos, y los historiadores. El simple hallazgo de un papel perdido puede modificar la historia de la literatura. El descubrimiento de unas piedras la de la Humanidad o las ciudades. Es tan sencillo que asusta, porque no es lo mismo tener la prueba de lo que fue que imaginarlo.

Eso me hace disfrutar otra vez como una niña de cada nuevo hallazgo que se hace en mi entorno, como el de estos días en el terreno de la capilla de Los Alas. Como de todo lo que queda por venir. Para mí resulta tan emocionante como una novela de tesoros y misterio, pero en vivo y en directo. Y por entregas, claro.

Descubrir nuestro pasado es una deuda que tenemos con quienes lo forjaron, ¿qué sentido tiene dejar una herencia si los herederos ni siquiera lo saben? Somos pequeños en los parámetros del tiempo, mucho más pequeños que un cubo perfecto de siete metros de cara que acaba de sernos presentado de nuevo. Pero nos hace grandes saber de dónde venimos y confiar en que quienes nos sucedan también sentirán como propio algo nuestro.