Más del 15% de los fondos públicos se gasta a través de contratos que se adjudican a empresas a las que se encargan obras, bienes y servicios de toda especie, desde un tramo de autopista hasta material de papelería, pasando por la limpieza o la seguridad de edificios públicos o la elaboración de informes. Las administraciones absorben vía impuestos más del 40% del PIB, y un 15% de esa cantidad vuelve a la sociedad a través de contratos, convirtiendo el sector público en el cliente más importante -y en ciertos sectores casi único- de las empresas privadas.

No es extraño que esa corriente caudalosa de dinero público, gestionado por administraciones de todos los tamaños y en muchos casos notoriamente incapaces de hacerlo de manera eficiente, haya sido desde siempre objeto de toda suerte de apetencias. Históricamente, los contratos con la Administración y, más aún, la adjudicación de monopolios artificialmente creados por ésta han estado en el origen de las fortunas más renombradas, desde las de los «asentistas» que satisfacían a precios usurarios las necesidades financieras de los monarcas absolutos o que se beneficiaban del comercio con las Indias hasta la de los Rothschild y sus epígonos que, ya en el siglo XIX, financiaban a todo tipo de gobiernos e influían directa o indirectamente en el comienzo y el fin de guerras y revoluciones. En nuestros días la contratación pública sigue siendo, también en España, uno de los centros de la corrupción, bien en beneficio personal, bien como vía ilegal de financiación de los partidos políticos. Contra ella se ha intentado luchar de muchos modos: en Estados Unidos, una ley aprobada ya en época de Lincoln (la «False claims act») persigue a los contratistas que intentan cobrar de más a la Administración y a quienes desde dentro de ella se lo permiten, por el expeditivo método de entregar a quien denuncia esas prácticas una parte del dinero recobrado.

Aunque la legislación de contratos públicos dice tener como objetivo, desde hace más de un siglo, evitar las prácticas corruptas y asegurar que cada contrato se adjudica en una licitación pública al mejor postor, su funcionamiento es más que deficiente por razones que no se ponen por escrito en ninguna exposición de motivos, pero que son perfectamente conocidas. Para empezar, porque la Administración es el cliente más importante de muchas de las empresas que intentan contratar con ella, por lo que incluso a quien ha perdido la licitación le interesa mantener buenas relaciones con un cliente -presente o futuro- tan relevante. El resultado es que nadie impugna la adjudicación de un contrato público verdaderamente importante. En vano se buscará en los repertorios de jurisprudencia una sentencia que resuelva el recurso interpuesto por una constructora contra la resolución por la que se adjudica a otra el contrato para construir un tramo de una autovía, por ejemplo. Las empresas que aspiran a la adjudicación de estos contratos son pocas, se conocen, y la derrota en un concurso puede compensarse con la adjudicación de otro. Sí recurren a veces los aspirantes despechados, participantes esporádicos en el juego de la contratación pública, cuando se sienten engañados y no les importa quemar sus naves porque no aspiran a más adjudicaciones o trabajan fundamentalmente para el sector privado. Por lo demás, esta reticencia frente al recurso judicial es perfectamente comprensible. Incluso en el caso de que el recurrente consiga -y no es fácil- que se anule la adjudicación, lo normal es que el resultado práctico sea muy escaso, porque lo más habitual es que para entonces el contrato ya se haya ejecutado, de modo que quien lo obtuvo de forma ilegal lo habrá cobrado definitivamente. Además, el empresario que consigue que se anule una adjudicación ilegal no siempre puede probar que el contrato se le tendría que haber adjudicado a él. Si consigue hacerlo, lo normal es que se le conceda sólo una indemnización consistente en el 6% del precio de la adjudicación, que es, teóricamente, el beneficio que habría obtenido si se le hubiera otorgado el contrato. Con estas perspectivas es normal que pocos acudan a los tribunales para conseguir, en el mejor de los casos, ese escuálido resultado, y ello a cambio de enemistarse con un cliente futuro. No se premia ni se reconoce la labor que hace el recurrente al contribuir al descubrimiento y a la depuración de conductas ilegales.

Otro factor de distorsión viene dado por el hecho de que, aunque las leyes parten del presupuesto de que el contratista y la Administración se encuentran en posturas antagónicas y es necesario proteger a aquél frente a los poderes de ésta, en la práctica no es raro que ambos hagan causa común frente a los controladores del manejo de fondos públicos. El contratista, una vez obtenida la adjudicación, se convierte en un aliado de la Administración. Ésta pasa a depender, en cierto modo, de él, puesto que sólo con su ayuda podrá conseguir que la obra pública se termine a tiempo e incluso con algún adelanto, que siempre constituye un valioso activo electoral. De ahí que cuando el contratista, si tiene dificultades para cumplir los términos de la oferta con la que ganó la subasta o el concurso, solicita a la Administración una modificación del contrato, se encuentra en muchos casos con una actitud comprensiva de ésta, conocedora de que sólo así se podrá concluir la obra a tiempo y de que un enfrentamiento con la empresa se traducirá en la paralización o el retraso de aquélla, que será visto por todos como un fracaso de gestión.

Como en tantos otros campos, también aquí el Derecho comunitario ha supuesto un revulsivo para los legisladores y los tribunales de los estados miembros. Un ejemplo es precisamente el de las modificaciones contractuales, donde ese cajón de sastre que es el proyecto de ley de Economía Sostenible reforma la ley de Contratos, por imposición europea, para limitar drásticamente las posibilidades de introducir modificaciones, rompiendo -no se sabe todavía con qué resultados prácticos- con una práctica muy arraigada.

Las graves deficiencias en el control judicial de todas las actuaciones administrativas relacionadas con la contratación y, en particular, de las adjudicaciones irregulares (aquellas en que no se aplican correctamente los baremos o cuando, sencillamente, el contrato se adjudica a dedo), llevaron ya en 1989 a la Unión Europea a imponer unos requisitos mínimos que deben cumplir todos los estados al regular los recursos en materia de contratación. Esta intervención europea es una señal inequívoca de que el control judicial era desastroso en más de un Estado miembro, porque la Unión no tiene competencias en materia judicial y normalmente no interviene para regular los procedimientos de aplicación del Derecho comunitario, que deja en manos de los estados. Aquí se dio cuenta de que sus normas eran letra muerta si el control judicial se seguía dejando en manos de la legislación estatal. No se trata sólo del caso español: Alemania se negaba, simplemente, a admitir la posibilidad de recurrir judicialmente las adjudicaciones, porque allí los recursos judiciales suspenden la ejecución de los contratos y se temía que el recurso contra la adjudicación de una parte de una obra pública paralizase la ejecución del resto, obligando incluso a indemnizar a los demás contratistas. Hay que decir que en ese país las administraciones tienden a fraccionar los contratos, sobre todo los de obra, para permitir a las empresas pequeñas especializadas obtener la adjudicación de alguna parte de los mismos, en lugar de convertirse en subcontratistas de grandes empresas, que son las únicas que pueden aspirar a la adjudicación del contrato en su conjunto.

El núcleo de esos requisitos mínimos impuestos por el Derecho europeo consiste en la creación de un «recurso especial», que se tiene que interponer y resolver en plazos muy breves, y durante cuya tramitación queda suspendido el procedimiento, para evitar que, como sucede casi siempre entre nosotros, el contrato se ejecute mientras se discuten los recursos y al final la sentencia sea perfectamente inútil. Como suele suceder, el legislador español (a diferencia, por ejemplo, del francés, que entregó a los tribunales contencioso-administrativos la competencia para resolver ese recurso) se encargó de que todo siguiera igual, al establecer en 2007 que ese «recurso especial» sería resuelto por la propia Administración contratante, que como era de esperar no tiene la costumbre de rectificarse a sí misma, por lo que lo normal es que tales recursos se desestimen (eso sí, con gran celeridad). El particular tiene a su disposición, también, el contencioso-administrativo, pero con el ritmo lento y la casi completa carencia de efectos prácticos que son bien conocidos.

En estos momentos, y nuevamente por imposición de la Unión Europea, que exige que estos recursos sean resueltos por un órgano independiente, se está reformando esa ley de 2007 y el Senado está a punto de aprobar un proyecto de ley que atribuye la competencia para la resolución de este «recurso especial» a unos llamados «tribunales administrativos» especializados, uno estatal y diecisiete autonómicos. Estos órganos no son, en realidad, tribunales de ninguna especie, sino órganos administrativos similares a los tribunales económico-administrativos del Ministerio de Economía y Hacienda. Las garantías de independencia e imparcialidad de que habla la ley son, por ello, ilusorias. Parece que todo vale con tal de evitar que los auténticos tribunales se ocupen de esta clase de recursos. El legislador demuestra así una desconfianza completa hacia la jurisdicción contencioso-administrativa, en cuyas manos no quiere en modo alguno dejar un instrumento que le permitiría rectificar eficazmente las decisiones administrativas ilegales en materia de contratos. Además, al obrar así desaprovecha una magnífica oportunidad de reformar a fondo el contencioso para hacerlo capaz de responder al reto que suponen estos recursos tan rápidos.

De este conjunto de nuevos órganos de control, el estatal tiene al menos la ventaja de que va a estar formado exclusivamente por funcionarios y no por personas supuestamente independientes, pero cada comunidad autónoma podrá seguir para su propio órgano el modelo que quiera. Si llevamos años sin ser capaces de elegir a los sustitutos de varios magistrados del Tribunal Constitucional cuyo mandato ha finalizado, y todos los días asistimos al espectáculo de la división exquisitamente partidista en la mayoría de estos órganos supuestamente independientes, que en no pocos casos se convierten en asilo para políticos prejubilados, no sé qué sucederá el día en que a esa lista de entes se añadan unos cuantos más dedicados a la contratación pública.