Cuentan las crónicas -o al menos algunas- que, dado que Luis II de Mónaco no tenía descendencia, la República Francesa, acostumbrada desde la Revolución a mangonear en los asuntos del Principado, para evitar que éste pudiera caer en manos del Príncipe de Wurtemberg, se las apañó para que, escudándose en una supuesta relación extramatrimonial con una cantante de cabaré, Luis adoptara a la hija de ésta, la señorita Charlotte Louise Juliette Louvet, que a la sazón trabajaba, según algunas versiones, en una lavandería parisina.

Al margen de las serias dudas legales que dicha adopción planteaba en el Principado, el origen de la referida mademoiselle no resultaba, a efectos de contraer matrimonio, suficientemente compensado con el hecho de que se le atribuyeran de inmediato los títulos de señorita de Valentinois y princesa heredera de Mónaco. Pese a todo, la mala fortuna en el juego del conde Pierre de Polignac le habría permitido a la sobrevenida princesa contraer nupcias y traer al mundo al papá de Carolina, Estefanía y Alberto, Rainiero.

Transcurrieron los años en el Principado sazonados por las azarosas andanzas sentimentales de las hermanas Grimaldi, pero ayunos de novedades nupciales en lo que a su hermano se refería, y cuando algunos -sin duda los más taimados- empezaban ya a desesperar, el hasta ahora irreductible soltero ha terminado por anunciar, hace unos días, su futuro enlace con la fornida nadadora que de unos meses para acá comparte la vida social del crupier mayor del Estado-ruleta monegasco.

No estará de más recordar con tal motivo el felón comportamiento de Alberto Grimaldi en relación con la candidatura de Madrid a los Juegos Olímpicos de 2012. El hermano de Carolina y Estefanía, en su condición -que no calidad- de miembro del COI, no dudó entonces en utilizar el estallido de un artefacto de ETA junto al estadio olímpico de La Peineta, el 25 de junio de 2005, para poner insidiosamente en cuestión las garantías que en materia de seguridad ofrecía la candidatura olímpica de la capital de España.

Recordaba hace algunas columnas cómo un amigo me refería, entre bromas y veras, que los funerales le brindaban, en ocasiones, la oportunidad de ajustar cuentas con el difunto o sus deudos. No estaría de más que la Familia Real española aprovechara la boda del príncipe y la nadadora para hacer lo propio. Al fin y al cabo existe, al menos, un notorio precedente: a la boda que el poco menos que vitalicio príncipe de Gales contrajo el 29 de julio de 1981, en Saint Paul's Cathedral, con la joven maestra de guardería Diana Spencer, no asistió S. M. el Rey Don Juan Carlos en respuesta al desaire que para España suponía la parada que, en el curso de su viaje de novios, tenían previsto hacer los contrayentes en Gibraltar. A una felonía olímpica, un olímpico desdén.