Uno de los aspectos más desconocidos de la persecución que sufrieron los judíos en Alemania durante el período 1933-1945 se centra en la suerte que corrieron los ciudadanos considerados mestizos. Aproximadamente 150.000 varones alemanes que sirvieron en la Wehrmacht -desde soldados rasos hasta laureados mariscales, como Milch- tenían un abuelo judío, o incluso dos, y en función de descabelladas valoraciones raciales fueron reconocidos como ciudadanos del Reich de pleno derecho, o acosados hasta el exterminio.

La tragedia de los «mischlinge» -«cuarterones» y medio judíos- empieza a revelársenos en los últimos años a través de obras literarias y cinematográficas que ayudan a conocer la urdimbre de las leyes de Nuremberg, aplicadas con complejísimos criterios pseudocientíficos para calibrar el peso de la sangre «pura» en las genealogías. Hay dos películas fundamentales que hablan de esto: «The Wansee conference» (1984), de Heinz Schirk, y «La solución final» (2001), de Frank Pierson, y cuatro libros igualmente clarificadores: «El Holocausto» (1995), de César Vidal; «La villa, el lago, la reunión» (2002), de Mark Roseman; «Quiero dar testimonio hasta el final. Diarios 1933-1945» (2003, dos tomos), de Victor Klemperer, y «La tragedia de los soldados judíos de Hitler» (2009), de Bryan Mark Rigg. Ejemplifica muy bien Klemperer la confusa conciencia de identidad de los descendientes de los judíos asimilados, al hablar en sus memorias de uno de sus compañeros de trabajos forzosos en Dresde: «El tal Müller, un rubio de ojos azul celeste y mirada falsa, es judío, judío de estrella, pero antes de que se comprobara su judaísmo, fue de las SS, y sigue siendo amigo de sus camaradas de entonces, pasa por delator, al menos por hombre peligroso, al parecer tiene permiso de la Gestapo para tapar la estrella por la calle».

Uno de estos curiosos casos se conoció en Llanes en 1945. En el verano de aquel año había llegado por aquí un turista accidental de ademanes corteses y ojos de halcón, acompañado de su esposa. Le llamaban Federico, y era uno de los jerarcas nazis que estuvieron aquí, de paso, cuando se derrumbó el régimen de Adolf Hitler. La pareja arribó en un auto desde Santander, con varias maletas de piel. Iban al Sablón y al paseo de San Pedro, y cogieron color en seguida. Hasta hacía justo un mes, él había sido un alto cargo del Ministerio de Asuntos Exteriores que dirigía Ribbentrop. De su mujer, una bella dama rubia, estilizada y como sacada de una revista parisina de alta costura, lo ignoramos todo. O casi todo.

Derrotado pero dicharachero, el nibelungo alquilaría una casita cercana al prado de La Guía, y desaparecería con su esposa dos o tres meses después. Sólo hay una persona en Llanes que está al tanto de este breve capítulo de la historia local: el acuarelista Jesús Palacios de la Vega, maestro de los paisajistas llaniscos, que tuvo a Federico como inquilino en una habitación encima del bar Palacios, en la calle Nemesio Sobrino. En aquel Llanes en el que eran el pan nuestro de cada día el estraperlo y las cartillas de racionamiento, el alemán se dejaba ver en el bar del Muelle y en el Pinín, apurando tragos ceremoniosos. En cierta ocasión, al atardecer, le desbordó la nostalgia y reveló un detalle de su vida: «Herr Palacios, sabe usted, mi querida esposa es judía?».