Hay cierta militancia de las ideas en las encuestas que nos lleva a creer más o menos en ellas en función del resultado que arrojan. Por ejemplo, me encuentro muy satisfecho y hasta orgulloso con una recién difundida por el CIS que presenta a los asturianos como los españoles más centralistas y partidarios de frenar el desarrollo autonómico que, llegados a un punto, se está orientando de manera insolidaria y dilapidadora del erario.

Me parece bien, además, que no nos planteemos los problemas de identidad de quienes aspiran a convertirse en naciones. Ello significa sentirse parte de un mismo proyecto con otros ciudadanos de este país y no miembros de una sociedad excluyente. También me gusta porque confirma que, con el paso de los años, no hemos perdido el oremus como en otros sitios, ni somos cómplices de la deriva y de la descerebración política que han favorecido los excesos nacionalistas. Por si fuera poco, abrigo la impresión de que los habitantes de esta bendita tierra, además de saber con claridad a qué mundo pertenecen, tienen todavía fresco ese concepto cosmopolita ajeno al espíritu de campanario.

Somos conscientes de que vivimos, por muchas razones, en un lugar extraordinario del que nos sentimos, por regla general, orgullosos de ser hijos. Presumimos de asturianos allí donde podemos y muchos de nuestros compatriotas presumen de tenernos como vecinos. Caemos simpáticos. Una de las razones de esa simpatía es porque no nos sentimos el ombligo de España, ni mejores que otros. Una de las cosas más detestables del nacionalismo es que se basa en la idea excluyente del ser superior. Y lamentablemente, al contrario de lo que se suele decir, no siempre se cura viajando, porque hay demasiados cacharretes que se sienten reyes del mambo con esa idea sectaria y nazi de la exclusividad y cuando viajan lo hacen como las maletas y vuelven echándole cortes de manga al mundo.

Las reconquistas son utópicas, pero, al menos, nos hemos dado cuenta de dónde se está fraguando nuestro fracaso. Estoy razonablemente contento.