La patria siempre ha sido saqueada por quienes la administran. Es una tendencia antigua y muy difícil de corregir. En las dictaduras, el saqueo es directo y sin contemplaciones porque el padre de la patria, en ejercicio omnímodo del poder, mete la mano en el cajón impunemente y se cobra el porcentaje que corresponde a su imprescindible tarea sin que nadie se atreva a cuestionarlo. En las democracias, en cambio, hay que guardar las formas y proceder con disimulo, pero el resultado es parecido. Incluso ocurre que, en algunos casos, el porcentaje por el desvelo patriótico es superior en determinadas democracias que en determinadas dictaduras porque el sátrapa es austero en sus usos y costumbres y se complace preferentemente en el disfrute de su poder absoluto dejando para los allegados la enojosa tarea de recaudar la patriótica contribución.

En España, por ejemplo, tenemos la suerte de observar cómo funcionan ambos modelos, por cuanto hemos pasado de la dictadura a la democracia de manera suave y relativamente ordenada mediante una sucesión de leyes que han permitido conservar la estructura del antiguo poder político y económico con ligeros retoques de fachada. A lo largo de estos años, hemos visto cientos, quizás miles, de casos de corrupción política. El hecho es tan habitual que la gente ya se ha acostumbrado a ello y -lo que es peor- lo considera como una consecuencia lógica de la actividad pública. Una especie de peaje.

La inmensa mayoría de los partidos políticos españoles se financia con comisiones ilegales, además de las partidas correspondientes en los Presupuestos Generales del Estado, y ésa es una realidad tan perceptible como pueda serlo el curso del río Tajo desde los montes de Teruel hasta la desembocadura en Lisboa. Y ninguno se salva. El PSOE tuvo, entre otros, el caso Filesa; el PP, el caso Naseiro, y ahora el caso Gürtel; el PNV, el caso de las tragaperras; CIU, el caso de los casinos, y así sucesivamente.

Éso a nivel nacional, porque luego viene el menudeo de las financiaciones irregulares a través de ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas. Me refiero a las que se conocen porque imagino que habrá muchas más que permanecen en la sombra a la espera de que una investigación judicial las saque a la luz.

El mecanismo del sistema es tan reconocible que un tipo avispado como Jesús Gil vio la oportunidad de hacer negocio montando un partido político que consiguió apoderarse, mediante el voto popular, de varias localidades del sur de España, entre otras Marbella. Cuando ya controlaba Ceuta y Melilla, dos ciudades de gran valor estratégico, los dos grandes partidos se pusieron de acuerdo para librarse de él. Ahora, tenemos en curso otro caso espectacular: el del Palau de la Música de Barcelona. Al parecer, el rector de esa venerable institución cultural, el señor Félix Millet, un destacado miembro de la burguesía catalana, se apropió de más de treinta millones de euros, parte de los cuales iban a parar a las arcas de CiU y, dentro de esa coalición, al bolsillo de los tesoreros de CDC, de la que es cabeza de lista Duran i Lleida, el político español más valorado en las encuestas por su verbo moderado y acreditada sensatez. Muchos de esos dineros procedían, según han demostrado técnicos de Hacienda, de importantes empresas constructoras como pago por la adjudicación de obra pública. El señor Millet, al que ahora llaman en los medios el «saqueador del Palau» era considerado en medios del nacionalismo catalán como un «ilustre patriota». Lógico.