Año y pico después de que el bicho de la gripe porcina comenzase a aterrorizar al mundo con la impagable y acaso involuntaria colaboración de la OMS, la generala en jefe de esta última organización, Margaret Chan, acaba de declarar el fin de la pandemia. Cautivo y bajo vigilancia el ejército de los virus, la guerra ha terminado.

No se puede decir que haya sido un conflicto especialmente letal, por fortuna. Las bajas ascienden a unos 18.000 muertos, cifra muy aceptable si se coteja con los no menos de 250.000 que suele causar cada año -sin tanta publicidad- la vulgar gripe de toda la vida. Nada comparable, en todo caso, a los millones de víctimas que la gripe A iba a sembrar en el planeta según las primeras y más bien pavorosas alarmas lanzadas por algunos de los portavoces de la Organización Mundial de la Salud.

Tampoco parece que hayan acertado gran cosa los gobiernos que se aprestaron a adquirir todo un arsenal de vacunas, antivirales y otras armas necesarias para combatir a un enemigo que la generala Chan definió coloquialmente como «muy tramposo». España, sin ir más lejos, gastó casi cien millones de euros en esta clase de munición que finalmente no ha tenido apenas utilidad alguna. El Gobierno se dispone a destruir ahora unos seis millones de vacunas que guardaba en los polvorines sanitarios, pero en su descargo cumple advertir que sólo trataba de curarse en salud. Hubiera sido temerario no dar crédito a los inquietantes avisos que desde el comienzo mismo de la epidemia -rápidamente ascendida a pandemia- lanzó «in crescendo» el organismo que actúa como brazo sanitario de las Naciones Unidas.

La vieja ONU, ya se sabe, es una cosa muy seria: bien sea para impedir las guerras, bien para declarársela a los virus potencialmente asesinos como el de la gripe A.

Felizmente para todos y en especial para la industria farmacéutica, los pronósticos de la Organización Mundial de la Salud no se han cumplido ni de lejos. La mortalidad resultó ser muy inferior a la de una gripe común y el mayor daño sufrido por la población lo causó, en realidad, la psicosis que en los primeros momentos llevaba a las autoridades sanitarias a aislar como apestados a los sospechosos de portar el virus. Por no citar ya, claro está, las bienintencionadas campañas médicas que bajo el lema: «No beses, no des la mano, di hola» tanto contribuyeron a reprimir la natural afectividad de los españoles. Muchos de los malpensados que entonces consideraron excesivas las alarmas de la OMS e incluso llegaron a establecer un vínculo entre éstas y los beneficios de la industria medicamentosa, vuelven a recelar ahora con el súbito parte final de guerra emitido por la directora Chan.

No sólo se trata de que los números parezcan darles la razón al demostrar que el virus del miedo propagado por la OMS era bastante más contagioso que el de la gripe en sí. Lo que de verdad ha llamado la atención de los desconfiados y tal vez del público en general es que entre los quince expertos encargados de gestionar la pandemia figuren al menos cinco que confiesan tener o haber tenido relación con empresas del ramo de la farmacia. Habrá a quien le parezca poco estético, pero la OMS ya ha puntualizado que se trata de «datos irrelevantes» que en modo alguno dan origen a «conflicto de interés» alguno. Absténgase, pues, los suspicaces.

Conviene ver más bien el lado positivo del asunto. Gracias a la gripe porcina y a las campañas de profilaxis lanzadas para su prevención, no es improbable que los ciudadanos hayan adquirido el hábito de lavarse las manos con frecuencia, sonarse las narices tras un estornudo y no ir por ahí dando besos al primer desconocido o desconocida que se le presente. La broma nos ha costado 16.000 millones de pesetas, pero ya se sabe que la salud y la higiene no tienen precio.